De Gary Chartier. Artículo original: What’s Wrong with Inequality? del 22 de enero 2021. Traducido al español por Antonio J. Ferrer.
Si se les cree a los parlanchines, se podría pensar que la preocupación con la desigualdad en nuestra sociedad es solo un producto de la envidia y la ignorancia económica. Esa es otra razón para no creerle a los parlanchines.
El hecho de que alguien tenga más riqueza que yo no me hace daño alguno ni me pone en peores condiciones. La economía, además, no es una torta hecha en la que sacar una pieza más grande para ti significa que queda una pieza más pequeña para mí: Más bien crece, es dinámica y tiene el potencial para mejorar las condiciones de todos.
Pero el refutar argumentos mediocres contra la desigualdad y pretender que estos son los únicos argumentos contra la misma significa que los parlanchines la tienen muy fácil. Los verdaderos problemas con la desigualdad en nuestra sociedad tienen que ver con sus orígenes y consecuencias.
Una gran cantidad de riquezas son resultado de la injusticia previa. En la historia temprana de los Estados Unidos, la corona inglesa y posteriormente los gobiernos revolucionarios proclamaron como suyas tierras desocupadas por fiat legislativo, negándole a la gente común el derecho a ocuparlas, o bien las robaron a los indígenas americanos que ya vivían y trabajaban en esas tierras, para entonces dividírsela entre políticos y sus aliados. La Legislatura tomó aún más tierras por decreto para construir ferrocarriles. De forma arbitraria, reclamaron las propiedades adyacentes a las vías ferroviarias— propiedades que pronto tendrían un valor inmenso, dado que el desarrollo comercial seguía la pauta de los ferrocarriles — y se las entregaron a las compañías ferroviarias. Hoy día, los gobiernos locales roban tierras utilizando el poder del dominio eminente— una reliquia de una época en que todos podían ser tratados como, en última instancia, propiedad del rey— y transferirla de forma barata a desarrolladores urbanos (como Donald Trump).
Es ya suficientemente malo que la igualdad resulte del robo, pero el privilegio hace las cosas aún peor.
En una economía de mercado no restringida por privilegios — es decir, un mercado liberado— se triunfa al servirle a otras personas, al darles lo que quieren. Los defensores del status quo frecuentemente apelan a este hecho para justificar la riqueza de quienes la han adquirido en la economía actual. Incluso aquellos con riquezas robadas tienen que servirles a los consumidores, alegan sus apologistas, o de lo contrario perderán su riqueza en manos de sus competidores.
Pero la economía actual está restringida por innumerables privilegios. Las barreras al comercio y los subsidios dirigen las ganancias hacia las empresas con conexiones a expensas de los consumidores. Las licencias profesionales ayudan a la creación y el mantenimiento de carteles cuyos miembros pueden cobrar mucho más de lo que podrían en otras circunstancias — especialmente para servicios esenciales como el cuidado médico. Los derechos de propiedad intelectual, artificialmente creados por el gobierno, les dan a ciertas personas la libertad de decirle a los demás lo que pueden y no pueden hacer con su propiedad real y concreta, concentrando de paso la riqueza en pocas manos y trancando el acceso a la información. Los contratistas no-competitivos que hacen negocios con los gobiernos — especialmente en sectores como las adquisiciones militares, donde aparentemente no existe la contabilidad — obtienen ganancias exponenciales. Los bancos gigantes y las megacorporaciones como General Motors se encuentran protegidos de las consecuencias de sus malas acciones, al ser rescatados con a expensa de los contribuyentes.
No solo eso: los privilegios sirven para hacer y mantener pobres a las personas. Los códigos de construcción que filtran negocios exclusivamente para los grandes desarrolladores que pueden pagar para poner los puntos sobre cada “i” regulatoria también les impiden a las personas comunes la oportunidad de construir sus propias viviendas. El resultado es que muchos se ven obligados a vivir arrendados y otros se ven echados a la indigencia. Las mismas leyes sobre el uso de la tierra que concentran la riqueza en las manos de los actuales dueños al proteger los valores de sus propiedades simultáneamente evitan que otras personas encuentren viviendas a precios accesibles. Las mismas normas de licencias que protegen a los profesionales con conexiones simultáneamente les niegan la posibilidad a otros de tener servicios accesibles y lo que en otras circunstancias serían oportunidades de trabajo viables.
Las desigualdades en materia de riqueza frecuentemente son resultado de la injusticia. Y frecuentemente llevan a más injusticia. Esto es porque permite que aquellos con riquezas influencien el proceso político. Las estrategias, desde los lobbys hasta sobornos directos les permiten a los ricos proteger sus privilegios existentes y obtener aún más favores de parte los políticos. Siempre que estos favores estén disponibles, la desigualdad será autosustentable y autoperpetuante.
El verdadero problema de la desigualdad no es la existencia de diferencias numéricas o de ganancias y pérdidas en pedazos de una torta determinada. En el mundo real, los problemas que hacen enojar a las personas comunes— tanto los del movimiento Occupy como los partidarios del Tea Party— se basan en el robo, el privilegio y el amiguismo político.
Podemos resolver esos problemas y acabar con la pobreza estructural que indigna nuestras conciencias — sin sucumbir a la política de la envidia o aceptar falacias económicas— la solución es rectificar el robo donde sea posible, quitándole a los ladrones aquellas ganancias que posean mal habidas. Es el fin de los privilegios que empobrecen a muchas personas mientras concentran la riqueza en las manos de unos pocos. Y es el fin del poder del gobierno para crear y ejecutar este tipo de privilegios, el poder que promueve el amiguismo y perpetua la desigualdad injusta.
Remediar la violencia, acabar con los privilegios y eliminar la habilidad de los gobiernos para deformar la economía será una forma de responder — y acabar— con el verdadero problema de la desigualdad.