The following article is translated into Spanish from the English original, written by Kevin Carson.
Desde la muerte de Hugo Chávez la semana pasada, tal como era previsible, los noticieros de los canales por cable y las páginas editoriales de los principales periódicos del mundo, han estado repletos de ceños fruncidos y declaraciones dramáticas sobre la naturaleza dictatorial de su régimen.
Sin duda, el régimen de Chávez era dictatorial. Pero también podemos estar seguros de otra cosa: Estados Unidos odia a los dictadores, y los medios de comunicación oficiales los condenan a gritos, sólo cuando se niegan a seguir la línea de Washington.
Esta es la pura verdad del asunto: Estados Unidos probablemente ha instalado más títeres dictatoriales en el período transcurrido desde la Segunda Guerra Mundial que cualquier otro imperio en la historia. Y jugó un papel importante, en particular, en la instalación de dictadores que sólo fueron acusados de ser dictatoriales cuando dejaron de recibir órdenes de Washington y se convirtieron en un inconveniente. Un buen ejemplo es Saddam Hussein. La CIA apoyó el golpe de al-Bakr en 1968, que instaló en el poder al ala del partido Baath controlada por Saddam. Los Estados Unidos apoyó tácitamente la invasión de Saddam a Irán (ya sabes, eso de las “guerras de agresión acometidas contra sus vecinos” de lo que Bush le gustaba tanto hablar). El gobierno de Reagan proporcionó a Saddam inteligencia militar y le vendió armas a través de países intermediarios. El Departamento de Comercio licenció la venta de ántrax, así como insecticidas que podían ser convertidos en agentes neurotóxicos. Estoy seguro que has oído la vieja broma: ¿Cómo saben los EE.UU. que el gobierno de Saddam tenía armas de destrucción masiva? Porque habían guardado los recibos.
Si el gobierno de EE.UU. estuviese proveyendo asesores militares y armas al infierno, y el Diablo de repente dejase de hacer lo que Washington le ordenaba, puedes estar seguro de que al día siguiente un Secretario de Prensa Presidencial aparecería detrás del podio agitando las manos acerca de toda las cosas horribles, ¡horribles! que acababan de descubrir que sucedían en el Reino Infernal. Y treinta años después aprecería una foto de Don Rumsfeld estrechando la mano de Satanás.
Y no se nos olvide otra cosa: el gobierno de los EE.UU. es bastante bueno en la fabricación de regímenes parias de izquierda. Es experto en acelerar el deslizamiento hacia el totalitarismo de los países desfavorecidos, dándoles un enemigo extranjero. Castro no sólo no era marxista-leninista, sino que purgó a los comunistas después de que su movimiento tomó el poder. Él era un caudillo nacionalista de izquierda cuyo modelo económico hubiese probablemente dejado existir elementos de mercado y cooperativistas indefinidamente. Gravitó hacia la Unión Soviética y se proclamó marxista-leninista casi por completo debido a los intentos de bloqueo, invasión y asesinato de EE.UU., y debido a la dinámica bipolar de superpotencias globales.
Lo mismo es probablemente cierto sobre el acercamiento de Hugo Chávez a Castro, aunque creo que probablemente él tenía desde el principio una tendencia innata mucho mayor hacia el auto-engrandecimiento y el culto a la personalidad que Castro.
Seamos honestos acerca de otra cosa, ¿de acuerdo? Chávez no era más autoritario que nadie que Washington probablemente hubiese puesto en su lugar. Si la CIA hubiese tenido éxito en sacarlo del poder, puedes apostar tu último bolívar a que muchos sindicalistas habrían sido liquidados por la policía secreta, y que toda la tierra distribuida bajo el programa de reforma agraria de Chávez a los campesinos pobres en tierras o desposeídos de ellas, serían devueltas a los gigantescos latifundios que una vez ocuparon gran parte de la tierra cultivable de Venezuela.
Y si nos guiamos por su actitud hacia Pinochet, la gente de la derecha que tanto habla de “libre mercado” y condena a Chávez por sus políticas económicas, proclamaría solemnemente que ese Pinochet II de Caracas, a pesar de ser políticamente autoritario, sería “económicamente libertario”.
¡Vaya tontería! Encarcelar, torturar, asesinar y desaparecer organizadores sindicales, y tirarlos en zanjas después de arrancarles la cara, no es “económicamente libertario”. Ayudar activamente a latifundistas neo-feudales para acaparar millones de hectáreas de tierras ociosas y sin mejoras, mientras que a los campesinos aledaños no les queda otra opción que trabajar como peones de granja no es “económicamente libertario”. Subastar los activos del Estado, acumulados a expensas del contribuyente, en acuerdos ventajistas bajo la mesa con el capital transnacional no es “económicamente liberartario”. Ratificar acuerdos proteccionistas de “propiedad intelectual” que juegan un papel central en poner a todo el planeta bajo confinamiento corporativo no es “económicamente libertario”.
Sin duda, la imitación de Pinochet que hubiese reemplazado a Chávez hubiese hablado mucho sobre “reformas de mercado” y se hubiese congraciado con algunas delegaciones obnubiladas de la Universidad de Chicago. Y probablemente habría convertido a Caracas en un escaparate de torres de cristal como Singapur. Pero sus políticas no habrían sido de “libre mercado”, sino de intervención activa en la economía a favor de las corporaciones, los plutócratas y terratenientes a expensas de los trabajadores y campesinos.
Intervenir en la economía para aumentar el poder de negociación del capital, encarcelando y asesinando a los agentes de negociación laboral, y para maximizar los retornos sobre el capital, no es más “económicamente libertario” que la inversa.
Chávez era un matón y un caudillo – un hombre fuerte. Pero su base de poder – como con Julio César y los proletarios de Roma – dependía de beneficiar a los más pobres de los pobres en Venezuela. Y no era el ser un dictador como tal, o su intervencionismo en la economía como tal, lo que fue el crimen imperdonable a los ojos de Washington. El crimen imperdonable, para Washington, fue que Chávez utilizó su poder dictatorial en nombre de los pobres en lugar de al servicio a los mismos de siempre: los terratenientes y los intereses capitalistas normalmente promovidos por títeres dictatoriales de Washington.
Pero incluso si su lujuria por el poder y la adulación le llevó a beneficiar a los pobres, para variar, no es menos cierto que Chávez era un matón. Todo lo bueno que pueda haber hecho para los que viven en los barrios pobres de Caracas se produjo a expensas de toda una sociedad cada vez más centrada en el culto a su personalidad, y de las prisiones infernales llenas de disidentes de la izquierda y el movimiento real de la clase obrera.
Chávez, al igual que César, mejoró las condiciones materiales de los desposeídos en formas que de otro modo no hubiesen sido posibles bajo las mismas condiciones generales de poder. Pero no cambió la estructura fundamental de poder. Mientras que Chávez benefició considerablemente a los campesinos sin tierra y a los habitantes de los barrios marginales de Caracas en comparación de lo que hubiese sucedido bajo el típico régimen de falso “libre mercado” que hubiese sido instalado por Bush o por Obama, terminaron peor que en una sociedad donde la justicia económica se lograse mediante la auto-organización horizontal y la cooperación voluntaria entre las personas.
Las personas más activas en trabajar por una visión de liberación basada en la auto-organización, se vieron frustradas activamente por Chávez – muchos de ellos pudriéndose en sus cárceles. Tal como me hizo saber Charles Johnson, camarada de C4SS, Chávez suprimió el movimiento obrero independiente, puso compinches bolivarianos a cargo de sindicatos alcahuetes en las industrias nacionalizadas, y “empleó tácticas de saboteo de huelgas de las que Frick hubiese estado orgulloso.” Y su distribución masiva de recursos para los pobres urbanos provenían de una industria petrolera basada en las “constantes campañas de expropiación estatista y violencia policial en contra de comunidades indígenas en regiones ricas en petróleo”.
Las cárceles de Chávez están llenas de personas que permitirían lograr una verdadera justicia social a través de la auto-organización y empoderamiento popular, en lugar de construir un castillo de naipes sobre una bonanza petrolera insostenible y el culto a la personalidad de un hombre. Tal como el colectivo El Libertario ha señalado, los mismos acontecimientos desde la muerte de Chávez ilustran cuán frágil e insostenible era un modelo social centrado en un hombre (“El Libertario ante la muerte de Hugo Chávez,” 5 de marzo de 2013). “El mito de redención de los pobres a través del reparto de la renta petrolera; una religiosidad popular con características políticas en torno a su persona; la devastación de la autonomía de los movimientos sociales venezolanos.” (Rafael Uzcátegui, “Hugo Chávez en cuatro preguntas”, Periódico El Libertario, 7 de marzo de 2013).
En la medida en que Chávez realmente ayudó a los campesinos sin tierra y el lumpenproletariado urbano, no lo hizo por la abolición de las formas preexistentes de coerción estatal que respaldan el monopolio del que dependen las rentas del capital y la tierra, sino a través de la contra-coacción.
En palabras del anarquista venezolano Rafael Uzcátegui, director del periódico El Libertario en Caracas, “lo que se ha hecho con los ingresos del petróleo no es atacar las causas estructurales de la pobreza, sino poner en práctica una serie de políticas sociales… que son paliativos de la pobreza y que no están transformando la sociedad estructuralmente” (“Venezuela: Interview with Rafael Uzcátegui”, Infoshop, 6 de julio de 2012).
Y a diferencia de una verdadera reforma estructural, cuyo objetivo sería suprimir los monopolios y privilegios garantizados por el estado que daría lugar a una redistribución espontánea de la riqueza a través de mecanismos de mercado, las políticas de Chávez dependen de intervenciones continuas por parte de un caudillo que es poco probable que sobrevivan mucho tiempo después de su muerte.
Si quieres celebrar el alivio de la pobreza que se produjo como efecto secundario de la lujuria por el poder de Chávez, adelante. Si quieres celebrar el hecho de que la autocracia bolivariana, a diferencia de las dictaduras apoyadas por Estados Unidos en el pasado, instigó una revuelta sudamericana contra la influencia yanqui, estaré encantado de acompañarte, por la misma razón que habría saltado de alegría si el régimen militar de Polonia hubiese derrotado a Hitler en septiembre de 1939. Yo también prefiero un mundo en el que se debilita el poder de la potencia hegemónica, aunque sea por la acción de los estados rivales.
Pero no posemos nuestras esperanzas de justicia social en los caprichos de los caudillos y sus cultos a la personalidad. Eso es algo que tenemos que enterrar para siempre, junto con Chávez.
Es hora de perseguir una visión de justicia y libertad que alcancemos por nuestras propias acciones, a través de la cooperación pacífica, la ayuda mutua y la solidaridad con nuestros amigos y vecinos – no como un regalo que dependa de la benevolencia temporal de un dictador.
Artículo original publicado por Kevin Carson el 10 de marzo 2013.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.