De Nathan Goodman. Artículo original: The Weekly Abolitionist: Public Good or Public Bad?, del 17 de junio de 2016. Traducido al español por Luis Vera.
Si le pides a un economista que te diga sectores en donde el Estado debe involucrarse, su respuesta probablemente sea que los Estados deben proveer “bienes públicos”. Un bien público es un bien es que es tanto no-exclusivo como no-rival. Al decir “no-exclusivo”, los economistas se refieren a un bien que, una vez producido, no puede evitarse que sea consumido por un individuo, independientemente de si paga o no. Un bien es no-rival si el consumo de parte de una persona no evita que el mismo sea consumido por otros.
Un ejemplo clásico de un bien público es la defensa nacional. Si una fuerza defensiva repele a un ejército que, de no ser por ella, invadiría nuestra comunidad, es simplemente imposible que se proteja la casa del vecino y no la mía. Proteger la región nos protege a ambos, incluso si uno de nosotros paga por la defensa y el otro no. No obstante, el que yo reciba esa protección no hace nada que exhauste el bien e impida que mis vecinos lo reciban.
Reducir la criminalidad en las calles también funciona como un bien público, en este sentido. Si es menos probable que ocurra un atraco en mi calle, todos en la calle se benefician de ese riesgo reducido. Y el que a mí no me atraquen no hace que más probable que atraquen a mi vecino.
Una vez que los economistas se dan cuenta de que la defensa y la seguridad son bienes fundamentalmente públicos, concluyen que la oferta del mercado será insuficiente. Alguien que venda servicios de seguridad nacional, por ejemplo, tendrá, al menos, algunos clientes que se den cuenta que pueden recibir los beneficios de la defensa sin pagarle al proveedor. Si suficientes personas eligen esta opción, el servicio bien podría no proveerse, o al menos proveerse en menor medida de lo que preferirían los consumidores. Entonces, concluyen los economistas que la defensa debe ser proveída por el Estado. El Estado usará los impuestos para solucionar el problema de los free riders que eligen beneficiarse del servicio sin pagar. Estos free riders serán amenazados con intervención de cuentas, arresto y encarcelación si no pagan, y esta coacción evitará que existan free riders, lo que posibilitará al gobierno para producir bienes públicos.
Muchos economistas, comentaristas políticos, y ciudadanos comunes terminan el análisis aquí. Pero no deberían. Porque el “bien” que provee el Estado puede que resulte no ser tan bueno después de todo. Supongan que en vez de simplemente defender contra invasiones, el Estado usa su presupuesto de “defensa nacional” para bombardear bodas, insertar letales bombas de racimo en un conflicto, o subsidiar el uso de soldados infantiles. No hay nada hipotético sobre esto, sino que todos estos son usos contemporáneos del gasto de “defensa” estadounidense. Yo argumentaría que estos gastos no nos hacen estar mejor protegidos. Más bien, provocan odio y extremismo que nos hacen más vulnerables. Además de esto, para muchos, estas acciones hacen a nuestro mundo un lugar menos justo, mucho menos parecido a un mundo en el que queremos vivir. En estas instancias, los gastos en defensa no proveen “bienes públicos” sino “males públicos”. Los economistas Christopher Coyne y Stephen Davies han identificado otros ejemplos de “males públicos” asociados con la guerra y el imperio.
Del mismo modo, el sistema de justicia criminal también puede crear males públicos. Aunque el sistema de justicia criminal impone un orden en la sociedad, ese orden puede ser o bien uno que los ciudadanos prefieran o pueden ser uno que los ciudadanos encuentren menos deseable que alguna alternativa. Elinor Ostrom describió como las acciones de la policía pueden crear costos para algunos ciudadanos y beneficios para otros, creando simultáneamente un “bien público” y un “mal público”.
Cuando la policía responde a una queja sobre una perturbación en un vecindario, puede ser que provean servicio a unos residentes y deservicio a otros. A algunas personas les parece que una calle vacía y callada es más “ordenada” y tienen una fuerte preferencia por vivir en este tipo de vecindarios. Otros prefieren una calle inquieta y bulliciosa, llena de amigos y conocidos. Independientemente del “orden” que se imponga, algunos individuos percibirán este estado de cosas como un beneficio, y otros como costos. Entonces, aunque la provisión pública de servicios policiales le de beneficios a algunos individuos, algunos costos también serán impuestos dado que los individuos reciben servicios que preferirían evitar.
Ostrom nota que este potencial para crear costos será aún peor cuando la policía intenta imponer reglas morales convencionales a través de la prohibición de actividades como las apuestas, el uso de drogas o el trabajo sexual. Al espantar a muchos proveedores prospectivos de estos bienes y servicios, la prohibición tiende a incrementar el precio. Esto crea ganancias protegidas para algunos negocios en el mercado negro, como los carteles de drogas. Esto puede llevar al soborno, la corrupción, el cumplimiento desigual de las leyes y otros resultados indeseables que pueden ser percibidos como “males públicos” incluso por parte de aquellos que inicialmente apoyaron esta política de prohibición.
Reconocer que el sistema de justicia criminal puede crear males públicos nos da una herramienta importante para evaluar este sistema. No deberíamos, simplemente, considerar si los policías, jueces y prisiones han conseguido o no reducir la incidencia de aquellas conductas que han sido designadas como crímenes. Dado que al hacerlo pueden haber hecho que las personas estén peor, no mejor. Elinor Ostrom nos advierte que no debemos caer en “la trampa de juzgar a los departamentos de policía como altamente eficientes cuando los ciudadanos consideran que el producto que reciben no es de bienes públicos, sino de males públicos”. Generar resultados considerables no significa, necesariamente, que se mejora a la sociedad, sino que puede significar lo contrario.
Como lo han notado Michelle Alexander y Angela Davis, académicas y activistas antirracismo, los costos del sistema de justicia criminal recaen, de forma desproporcionada, en las personas marginadas, especialmente en las personas de color. Como han notado Christopher Coyne y Abigail Hall-Blanco en un paper reciente, los miembros de grupos minoritarios tienen un acceso limitado tanto a la “voz” como a la “salida”, lo que hace que sean más propensos a llevar los costos de la violencia estatal.
Para muchos, salir de una comunidad en donde la militarización de la policía prevalece puede ser inviable debido a restricciones financieras. Considérese que los hispanos son el doble, y los negros el triple, de propensos a vivir en pobreza profunda, comparados con los blancos (National Center for Law and Economic Justice 2015). Dadas estas circunstancias, la opción de salida no es viable para muchos. Como resultados, estos individuos se vuelven cada vez más vulnerables a las herramientas estatales de control social.
Hay razones para creer que el mecanismo de la “voz” también es muy débil en el caso de las minorías raciales. Un estudio, por ejemplo, encontró que entre más segregación racial hay, habrá menor eficacia cívica por parte de los negros. Los autores notan que las comunidades negras relativamente segregadas son, con frecuencia, representados por políticos que no votan por políticas que son favorecidas por los constituyentes negros (Ananat y Washington, 2007). Ferguson ilustra este concepto bien. Aunque el 67% de los residentes son negros, no hay casi figuras políticas negras (Smith 2014). En conjunto, esta falta de voz y posibilidad de salida significa que las minorías son, con frecuencia, los que menos capacidad tienen de evitar los costos adversos y las consecuencias de las fuerzas policiales militarizadas.
Entonces, los males públicos asociados con la militarización de la policía, el encarcelamiento masivo y las leyes penales son propensas a impactar sobre todo a aquellos que ya están marginados. Cuando los políticos eligen las preferencias que serán consideradas al fabricar leyes que crearán costos conjuntos para algunos y beneficios conjuntos para otros, es probable que impongan los costos a las personas de color.
El Estado no es un déspota benevolente, no es un instrumento de ángeles, y no es un unicornio. En vez de asumir que las prisiones, fuerzas militares y policiales producirán de forma competente bienes públicos, deberíamos considerar la realidad de que producen diversos males públicos. Y dado el impacto devastador que estos males públicos tienen en los más vulnerables de nuestra sociedad, considerar soluciones radicales. Deberíamos considerar soluciones abolicionistas.