Ésta es la quinta entrada de una escrita por Carlos Clemente como asignatura en un curso sobre introducción al anarquismo en el Centro para una Sociedad sin Estado (C4SS). Para la cuarta entrada, hacer click aquí. Para la sexta, aquí.
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Randolph Bourne, en su épico ensayo titulado “La Guerra es la Salud del Estado”, identifica al impulso gregario (“la tendencia a imitar, a conformarse, a coalescer, que alcanza su clímax cuando la manada se siente amenazada por un atacante”) y el instinto filial (“En el sentimiento hacia el estado a un elemento de puro misticismo filial… el deseo de protección nos regresa al padre y la madre, con quienes asociamos los sentimientos de portección más tempranos”), como dos instintos básicos que el estado explota para mantener su dominio sobre las mentes. Y la guerra es la herrramienta principal con la que el estado exacerba esos instintos.
La preponderancia del consumismo en las sociedades contemporáneas es típicamente asociada con los “mercados libres”, debido al lavado cerebral que las corporaciones llevan a cabo a través de sus campañas publicitarias. Pero el consumismo está enraizado firmemente en el impulso gregario, uno de los dos pilares fundamentales de lo que Bourne llama “la salud del estado”. Y el anarquista de mercado nos diría que ésto no es una coincidencia.
Primero, el anarquista de mercado nos diría que la habilidad que tiene una empresa para lavarle el cerebro a una gran cantidad de consumidores depende del tamaño de los presupuestos publicitarios, que a su vez depende del tamaño de la empresa en sí misma. Y los monstruos corporativos multinacionales de hoy en día simplemente serían económicamente inviables en un sistema de mercado verdaderamente libre; osea, en una economía en donde el estado no promoviese el crecimiento corporativo desmesurado a través de subsidios a la infrastructura de transporte y comunicaciones, patentes, cartelización de costos y leyes de incorporación. Lo mismo podría decirse del tamaño y poder de los conglomerados mediáticos modernos, cuya producción editorial contribuye a transformarnos en ganado conformista tanto como lo hacen sus anunciantes corporativos.
El estado participa en el juego con su propia campaña propagandística, vendiendo su imagen como el gran moderador del consumismo (explotando el instinto filial resaltado por Bourne) a través de sus regulaciones, diseñadas por lobistas corporativos, y aprobadas/ejecutadas por políticos cuyas carreras son tan dependientes de las campañas publicitarias como lo es nuestro apego a las baratijas producidas por las corporaciones que los amparan.
Si la vida diaria en las sociedades modernas de consumo se siente como una lucha por la supervivencia en un ambiente agresivo, en el que la competencia entre empresas, compañeros de trabajo y consumidores narcisistas se parece más a una guerra que a otra cosa, pues es la permeación de la influencia estatal en todas las esferas de nuestras vidas a lo que tenemos que culpar, no a la supuestamente caótica influencia de los libres mercados.
Los sistemas colectivistas, por definición, se basan en la exacerbación del impulso gregario, por lo que engendran patrones frenéticos y despilfarradores de búsqueda de status.
En occidente, el colectivismo alimenta al consumismo robótico y la competencia destructiva por alcanzar posiciones y conexiones de privilegio político. En los sistemas reminiscentes del régimen soviético que aún sobreviven en el mundo se da el mismo proceso, aunque con menos consumismo y más competencia política.
Lo cual no significa que la obsesión de Kim Jong-il con las películas de Hollywood, o la moda de las corbatas Louis Vuitton entre los ministros chavistas, nos permitan acusarlos de inconsistentes.