The following article is translated into Spanish from the English original, written by David D’Amato.
La BBC de Londres reporta que “El Secretario General de Naciones Unidas ha exigido al presidente Alassane Ouattara, que cuenta con el apoyo de la comunidad internacional, investigar cientos de muertes atribuídas en parte a sus adeptos”. La violencia ha continuado en el país africano desde que Ouattara ganó unas elecciones el otoño pasado, quien ha sido popular desde hace mucho tiempo en el norte del país, controlado por fuerzas rebeldes.
El presidente en funciones para entonces, Laurent Gbagbo, se negó a dejar la presidencia, haciendo caso omiso de la fecha límite fijada para el 24 de marzo del año pasado por la Unión Africana. El inevitable resultado ha sido violencia y derramamiento de sangre en las calles de Abidján, centro urbano del país, mientras Gbagbo y sus acólitos acusaban a Ouattara y las fuerzas que lo respaldan de ser, entre otras cosas, encubridores de una maniobra francesa por ocupar el país. Independientemente de la veracidad de esa acusación o la legitimidad de la elección en disputa, se hace obligatorio revisar la reputación de estabilidad y paz de Costa de Marfil.
Con una infraestructura y economía que fueron la envidia de sus vecinos durante años, podría pensarse que no existían razones para que explotase una guerra civil en Costa de Marfil. Pero para los anarquistas de libre mercado, la polarización que existe en el país es consecuencia del estatismo de su programa económico.
La “liberalización de mercado” llevada cabo en el país, promovida como un modelo para el resto del continente africano y señalada como la causa fundamental de su “boom económico”, en realidad fue el típico proceso de privatización engañosa usado para drenar al país de sus recursos, tranfiriéndolos a élites favorecidas. A mediados de los 90, una “guía para invertir en empresas estatales” (un manual de “privatización” escrito por nada más y nada menos que Ernst & Young) indicaba que la mayoría de las empresas cedidas al “sector privado”, se dedicaban a la actividad industrial o agroindustrial.
Por supuesto, en un país en donde la riqueza está concentrada en la industria del cacao, solo los beneficios fueron privatizados, su mayoría en favor de accionistas franceses. En cambio, los costos de la infraestructura del país, la envidia del continente africano, fueron pagados por el trabajador marfileño. Para la clase dirigente, que se beneficia de la intervención estatal en la economía, la “privatización” y la “libre empresa” son conceptos totalmente distintos del significado que les da el anarquista de libre mercado.
En Costa de Marfil los plutócratas corporativos bien conectados cumplen el rol que antaño tenían los colonialistas franceses, capturando los beneficios producidos por sus exportaciones agrícolas. Si las clases trabajadores de Costa de Marfil están preocupadas por la posibilidad de la guerra civil y la ocupación, deberían preocuparse entonces por el estado en sí mismo sin importar quién loc controle.
Y a pesar de toda su palabrería acerca del “derececho popular a la autodeterminación”, las Naciones Unidas y la sagrada comunidad internacional no han dudado en hacer sus propias proclamaciones condescendientes acerca del futuro de Costa de Marfil.
Naturalmente, al consorcio internacional de bandas criminales que llamamos Naciones Unidas no se le ha ocurrido que la gente de Costa de Marfil pueda preferir escapar de las fronteras arbitrarias del África por sí misma. Ciertamente, el paradigma estatista no es compatible con la idea de que “autodeterminación” pueda significar algo más que la aceptación pasiva de un candidato aprobado por las Naciones Unidas o las líneas trazadas en un mapa por burócratas y administradores coloniales.
Los anarquistas de mercado, en cambio, mantienen que el estado es la fuente de la violencia y la explotación económica. Un mercado genuinamente libre que consista nada más que de intercambios voluntarios y mutuamente beneficiosos entre individuos es la verdadera vía hacia la atuodeterminación. El estado, que es la encarnación de la coerción legitimizada, permite a las élites arrasar con los recursos de una nación mientras confronta a sus habitantes entre sí.
El tipo de privatización aconsejada por el anarquista de libre mercado, en lugar de transferirle activos industriales a corporaciones jerárquicas y protegidas por el estado, haría dueño a cada trabajador, en lugar de utilizarlo como ficha de negociación entre poderosas mega-instituciones. Para la población marfileña, agotada y desmoralizada por un proceso político que no ha funcionado ni puede funcionar a su favor, la única salida viable es el proceso apolítico de educación y libre asociación.
Artículo original publicado por David D’Amato el 4 de abril de 2011.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.