De Sheldon Richman. Título original: Libertarian Left: Free-Market Anti-Capitalism, The Unknown Ideal, de 6 de enero 2013. Traducido en español por Kathiana Thomas.
La Campaña Presidencial de Ron Paul en 2008 dio a conocer la palabra «libertario» a muchas personas. Ya que Paul es un Republicano y los Republicanos, tal como los libertarios, usan la retórica del libre mercado y la empresa privada, las personas naturalmente asumen que los libertarios son alguna clase de ala extravagante de la derecha estadounidense. Sin lugar a duda, algunas posturas libertarias no terminan de encajar con el conservadurismo mainstream; la descriminalización total de las drogas, la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, y la crítica hacia el Estado de seguridad nacional alejan a mucho en la derecha del libertarismo.
Pero la rama dominante del libertarismo todavía parece sentirse en casa estando en ese lado del espectro político. Los elogios a los derechos de propiedad y al libre emprendimiento —la convicción libertaria dominante de que el sistema capitalista estadounidense, a pesar de la intervención del gobierno, encarna fundamentalmente esos valores— parecen justificar esa conclusión.
Pero entonces uno se encuentra con pasajes tales como este: «El capitalismo, alzándose como una nueva sociedad de clases directamente desde la vieja sociedad de clases de la Edad Media, fue fundado en un acto de robo tan masivo como la anterior conquista feudal de la tierra. Este ha sido mantenido hasta nuestros días por la continua intervención estatal a fin de proteger su sistema de privilegio sin el cual su sobrevivencia resulta inimaginable». Y esto: «construyan la solidaridad obrera. Por un lado, esto significa la organización formal, incluyendo la sindicalización; pero no me estoy refiriendo al modelo prevalente de los “sindicatos de negocio” … sino sindicatos reales, a la vieja escuela, comprometidos con la clase trabajadora y no solamente los miembros del sindicado, y que se interesen en la autonomía obrera, no en el patronazgo gubernamental».
Estos pasajes —el primero del académico independiente Kevin Carson, y el segundo del profesor en filosofía de la Universidad de Auburn, Roderick Long— pueden ser leídos como si vinieran no de libertarios sino de izquierdistas radicales, incluso marxistas. La conclusión solo estaría parcialmente equivocada: estas palabras fueron escritas por libertarios de izquierda pro-libre mercado. (El término preferido para su ideal económico es «mercado liberado» o «freed market», el cual fue acuñado por William Gillis.)
Estos autores —y un creciente grupo de colegas— se ven así mismo tanto como libertarios como izquierdistas. Ellos son libertarios estándar en cuando a que creen en la legitimidad moral de la propiedad privada y el libre intercambio y se oponen a toda interferencia gubernamental en los asuntos personales y económicos, una dicotomía perniciosa y sin fundamento. Sin embargo, ellos son izquierdistas en cuanto a que comparten preocupaciones tradicionales del ala izquierda, por ejemplo, sobre la explotación y la desigualdad, que son en gran medida ignoradas, si no descartadas, por otros libertarios. Los libertarios de izquierda favorecen la solidaridad obrera frente a los jefes, apoyan la ocupación, por parte de los pobres, de propiedades del gobierno o abandonadas, y prefieren que se deroguen los privilegios corporativos antes que las restricciones reglamentarias sobre cómo pueden ejercerse esos privilegios. Ven a Walmart como un símbolo del favoritismo corporativo —apoyado por los subsidios de autopistas y el dominio eminente—, miran la personalidad ficticia de la corporación de responsabilidad limitada con sospecha, y dudan de que los talleres de explotación del Tercer Mundo sean la «mejor alternativa» en ausencia de manipulación gubernamental.
Los libertarios de izquierda tienden a evitar la política electoral, teniendo poca confianza en las estrategias que funcionan a través del gobierno. Ellos prefieren desarrollar instituciones alternativas y métodos de trabajo alrededor del Estado. La Alianza de La Izquierda Libertaria (The Alliance of the Libertarian Left) alienta la formación de organizaciones de activistas locales y apoyo mutuo, mientras que su sitio web promueve grupos afines y publica artículos formulando su filosofía. El nuevo Centro para una Sociedad sin Estado (en inglés Center for a Stateless Society o C4SS) anima a libertarios de izquierda a hacer llegar su análisis de eventos actuales al público general a través de op-eds.
Estos libertarios laissez-faire de izquierda no deben ser confundidos con otras variedades de libertarios de izquierda, tales como Noam Chomsky o Hillel Steiner, quienes cada uno por su cuenta se oponen a la apropiación individualista de recursos naturales sin propietarios y la desigualdad económica que los mercados liberados pueden producir. Los libertarios de izquierda aquí tomados en cuenta han sido llamados «libertarios de izquierda orientados al mercado» o «anarquistas de mercado», aunque no todos en este campo son anarquistas.
Hay antecedentes históricos para colocar al libertarismo pro-mercado en la izquierda. En la primera mitad del Siglo XIX, el economista laissez-faire liberal Frederic Bastiat se sentó al lado izquierdo de la Asamblea Nacional Francesa con otros oponentes radicales del ancien régime, incluyendo una variedad de socialistas. El lado derecho fue reservado para los defensores reaccionarios de la monarquía absoluta y la plutocracia. Por un largo tiempo, «izquierda» significó lo radical, incluso revolucionario, opuesto a la autoridad política, inspirado por la esperanza y el optimismo, mientras que «derecha» significó la simpatía por el status quo del privilegio o el retorno hacia un orden autoritario. Estos términos se aplicaron incluso en los Estados Unidos hasta bien adentrado el Siglo XX y solamente comenzaron a cambiar durante el New Deal, el cual dio lugar a alianzas de conveniencia bastante lamentables que se prolongaron hasta después de la era de la Guerra Fría.
A riesgo de simplificar en exceso, existen dos fuentes del libertarismo de izquierda moderno: la teoría de la economía política formulada por Murray N. Rothbard y la filosofía conocida como «Mutualismo» asociada al anarquista pro-mercado Pierre-Joseph Proudhon —que se sentaba con Bastiat en el lado izquierdo de la asamblea mientras discutía con él incesantemente sobre teoría económica— y el anarquista individualista estadounidense, Benjamin R. Tucker.
Rothbard (1926-1995) fue el principal teórico del libertarismo radical lockeano combinado con la economía austriaca, la cual demuestra que los mercados libres producen prosperidad para todos, cooperación social y coordinación económica sin monopolio, depresión o inflación, males cuyas raíces se encuentran en la intervención gubernamental. Rothbard, que se definía a sí mismo como «anarcocapitalista», se vio primero como un hombre de la «Vieja Derecha», el círculo abierto de opositores al New Deal y al Imperio Americano personificado por el senador Robert Taft, el periodista John T. Flynn y, más radicalmente, Albert Jay Nock. Sin embargo, Rothbard comprendió las raíces izquierdistas del libertarismo.
En su clásico y arrollador ensayo de 1965 «Left and Right: The Prospects for Liberty», Rothbard identificó el «liberalismo» —lo que hoy se llama libertarismo— con la izquierda como «el partido de la esperanza, del radicalismo, de la libertad, de la Revolución Industrial, del progreso, de la humanidad». La otra gran ideología que surgió tras la revolución francesa «fue el conservadurismo, el partido de la reacción, el partido que anhelaba restaurar la jerarquía, el estatismo, la teocracia, la servidumbre y la explotación de clase del Viejo Orden».
Cuando la Nueva Izquierda surgió en los años 60 para oponerse a la Guerra de Vietnam, al complejo militar-industrial y a la centralización burocrática, Rothbard hizo fácilmente causa común con ella. «La Izquierda ha cambiado mucho, y corresponde a todos los interesados en la ideología entender el cambio…. [E]l cambio marca una sorprendente y espléndida infusión de libertarismo en las filas de la izquierda», escribió en«Liberty and the New Left». Su radicalismo de izquierda era claro en su interés por la descentralización y la democracia participativa, la reforma agraria pro-campesina en el Tercer Mundo feudal, el «poder negro» y la «autosustentabilidad» por parte de los trabajadores de las corporaciones estadounidenses cuyos beneficios procedían principalmente de contratos gubernamentales.
Pero con el desvanecimiento de la Nueva Izquierda, Rothbard restó importancia a estas posiciones y se desplazó estratégicamente hacia el paleoconservadurismo de derecha. Su colega de la izquierda libertaria, el antiguo escritor de discursos de Goldwater, Karl Hess (1923-1994), mantuvo la antorcha encendida. En Dear America, Hess escribió: «En la extrema derecha, la ley y el orden significan la ley del gobernante y el orden que sirve a los intereses de ese gobernante, normalmente el orden de los trabajadores teledirigidos, de los estudiantes sumisos, de los ancianos totalmente acobardados en la lealtad o totalmente adoctrinados y entrenados en esa lealtad», mientras que la izquierda «ha sido el lado de la política y la economía que se opone a la concentración del poder y la riqueza y, en cambio, aboga y trabaja por la distribución del poder en el máximo número de manos».
Benjamin Tucker (1854-1939) fue el editor de Liberty, la principal publicación del anarquismo individualista estadounidense. Como mutualista, Tucker abrazaba rigurosamente el libre mercado y el intercambio voluntario sin ningún tipo de privilegio ni regulación gubernamental. De hecho, se denominaba a sí mismo un «hombre consistente de Manchester», una referencia a la filosofía económica de los librecambistas ingleses Richard Cobden y John Bright. Tucker desdeñaba a los defensores del statu quo estadounidense que, si bien estaban a favor de la libre competencia entre los trabajadores por los puestos de trabajo, apoyaban la supresión capitalista de la competencia entre los empresarios a través de los «cuatro monopolios» del gobierno: la tierra, el arancel, las patentes y el dinero.
«¿Cuál es la causa de la distribución desigual de la riqueza? » preguntó Tucker en 1892. «No es la competencia, sino el monopolio, lo que priva al trabajo de su producto…. Destruyan el monopolio bancario, establezcan la libertad en las finanzas, y bajará el interés del dinero por la influencia benéfica de la competencia. El capital será liberado, los negocios florecerán, se iniciarán nuevas empresas, la mano de obra será demandada, y gradualmente los salarios del trabajo se elevarán al nivel de su producto».
Los Rothbardianos y los Mutualistas tienen algunos desacuerdos sobre la propiedad de la tierra y las teorías del valor, pero su polinización intelectual ha acercado a los grupos filosóficamente. Lo que les une, y les distingue de otros libertarios de mercado, es su adopción de las preocupaciones tradicionales de la izquierda, incluidas las consecuencias del poder corporativo plutocrático para los trabajadores y otros grupos vulnerables. Pero los libertarios de izquierda se diferencian de otros izquierdistas en que identifican al culpable como la asociación histórica entre el gobierno y las empresas —llamada Estado corporativo, capitalismo de Estado o simplemente capitalismo— y en que ven la solución en el laissez faire radical, la separación total de la economía y el Estado.
Por lo tanto, detrás de la filosofía político-económica hay una visión de la historia que separa a los libertarios de izquierda tanto de los izquierdistas ordinarios como de los libertarios ordinarios. Las variedades comunes de ambas filosofías están de acuerdo en que el mercado esencialmente libre reinó en Inglaterra desde la época de la Revolución Industrial, aunque evalúan el resultado de forma muy diferente. Pero los libertarios de izquierda son revisionistas e insisten en que la era del casi laissez faire es un mito. En lugar de una liberalización radical de los asuntos económicos, Inglaterra vio cómo la élite gobernante manipulaba el sistema social en nombre de los intereses de la clase propietaria. (El análisis de clase se originó con los economistas de libre mercado franceses, anteriores a Marx).
Mediante el cercamiento (enclosure), los campesinos fueron despojados de las tierras que ellos y sus parientes habían trabajado durante generaciones y fueron convertidos a la fuerza en arrendatarios que pagaban rentas o asalariados en las nuevas fábricas, con sus derechos a organizarse e incluso a desplazarse restringidos por las leyes de asentamiento, las leyes de pobreza, las leyes de combinación y otras. En las colonias americanas y en la primera república, el sistema estaba igualmente amañado mediante la concesión de tierras y la especulación (para y por los ferrocarriles, por ejemplo), las restricciones al voto, los aranceles, las patentes y el control del dinero y la banca.
En otras palabras, el crepúsculo del feudalismo y el amanecer del capitalismo no colocaron a todos en la misma línea de partida como si de iguales se tratasen, lejos de ello. Como escribió el sociólogo pro-mercado Franz Oppenheimer, quien desarrolló la teoría de la conquista del Estado, escribió en su libro «The State» que no fue el talento superior, la ambición, el ahorro o incluso la suerte lo que separó a la minoría propietaria de la mayoría proletaria sin propiedades, sino el saqueo legal, si tomamos prestada la famosa frase de Bastiat.
Aquí hay algo en lo que Marx acertó. De hecho, Kevin Carson secunda el «elocuente pasaje» de Marx: «estos trabajadores recién emancipados sólo pueden convertirse en vendedores de sí mismos, una vez que se vean despojados de todos sus medios de producción y de todas las garantías de vida que las viejas instituciones feudales les aseguraban. Y esta expropiación queda inscrita en los anales de la historia con trazos indelebles de sangre y fuego».
Este sistema de privilegio y explotación ha tenido efectos de distorsión a largo plazo que siguen afligiendo a la mayoría de las personas hasta el día de hoy, mientras beneficia a la élite gobernante en cambio; Carson lo llama «el subsidio de la historia». No se trata de negar que el nivel de vida haya aumentado en general en las economías mixtas orientadas al mercado, sino de señalar que el nivel de vida de los trabajadores medios sería aún más alto —por no hablar de que estarían menos endeudados— y las disparidades en la riqueza serían menos pronunciadas en un mercado liberado.
El «anticapitalismo de libre mercado» del libertarismo de izquierda no es una contradicción, ni es un desarrollo reciente. Permeó el Liberty de Tucker, y la identificación de la explotación de los trabajadores se remonta al menos a Thomas Hodgskin (1787-1869), un radical del libre mercado que fue uno de los primeros en aplicar el término «capitalista» de forma despectiva a los beneficiarios de los favores gubernamentales concedidos en capital a expensas del trabajo. En el Siglo XIX y principios del Siglo XX, el «socialismo» no significaba exclusivamente la propiedad colectiva o gubernamental de los medios de producción, sino que era un término que englobaba a todos los que creían que el trabajo era estafado por su producto natural bajo el capitalismo histórico.
Tucker a veces se llamaba a sí mismo socialista, pero denunciaba a Marx como representante del «principio de autoridad que vivimos para combatir». Pensaba que Proudhon era el teórico superior y el verdadero campeón de la libertad. «Marx nacionalizaría las fuerzas productivas y distributivas; Proudhon las individualizaría y asociaría».
El término capitalismo sugiere ciertamente que el capital debe ser privilegiado sobre el trabajo. Tal como escribe el autor libertario izquierdista Gary Chartier, de la Universidad de La Sierra, «[t]iene sentido que estos [los libertarios de izquierda] llamen “capitalismo” a lo que se oponen. Hacerlo… garantiza que los defensores de la libertad no se confundan con los que utilizan la retórica del mercado para respaldar un statu quoinjusto, y expresa la solidaridad entre los defensores de los mercados liberados y los trabajadores, así como con la gente corriente de todo el mundo que utiliza el “capitalismo” como una etiqueta abreviada para el sistema mundial que limita su libertad y atrofia sus vidas».
A diferencia de los libertarios no izquierdistas, que parecen desinteresados, si no hostiles, hacia las preocupaciones laborales per se, los libertarios de izquierda simpatizan naturalmente con los esfuerzos de los trabajadores por mejorar sus condiciones (Bastiat, al igual que Tucker, apoyaba las asociaciones de trabajadores). Sin embargo, hay poca afinidad con los sindicatos burocráticos certificados por el gobierno, que representan poco más que una supresión corporativista del movimiento laboral/mutualista espontáneo y autodirigido pre-New Deal, con sus huelgas de simpatía «no autorizadas» y sus boicots. Antes de la Ley Wagner del New Deal, grandes líderes empresariales como Gerard Swope de GE habían apoyado durante mucho tiempo la legislación laboral por esta razón.
Además, los libertarios de izquierda tienden a albergar un prejuicio contra el empleo asalariado y la jerarquía corporativa, a menudo autoritaria, a la que está sometido. Hoy en día, los trabajadores se ven perjudicados por una serie de regulaciones, impuestos, leyes de propiedad intelectual y subvenciones a las empresas que, en definitiva, impiden el acceso a posibles empleadores alternativos y al autoempleo. Además, las crisis económicas periódicas desencadenadas por los préstamos del gobierno y la gestión del dinero y la banca por parte de la Reserva Federal amenazan a los trabajadores con el desempleo, poniéndolos aún más a merced de los empresarios.
La cartelización inhibidora de la competencia disminuye el poder de negociación de los trabajadores, lo que permite a los empresarios privarles de una parte de los ingresos que recibirían en una economía liberada y plenamente competitiva, en la que los empresarios tendrían que competir por los trabajadores —y no a la inversa— y el autoempleo libre de requisitos de licencia ofrecería una vía de escape del empleo asalariado por completo. Por supuesto, el trabajo independiente tiene sus riesgos y no sería para todo el mundo, pero sería más atractivo para más personas si el gobierno no hiciera que el coste de la vida, y por lo tanto el coste de una subsistencia decente, fuera artificialmente alto de innumerables maneras; desde los códigos de construcción y las restricciones de uso de la tierra hasta las normas de los productos, las subvenciones a las carreteras y la medicina gestionada por el gobierno.
En un mercado liberado, los libertarios de izquierda esperan ver menos empleo asalariado y más empresas de trabajadores, cooperativas, sociedades y propiedades individuales. La revolución de los ordenadores de sobremesa de bajo coste, Internet y las máquinas-herramienta baratas hacen que esto sea más factible que nunca. No habría socialización de los costes mediante subvenciones al transporte para favorecer el comercio nacional en detrimento del regional y local. Es de esperar que el espíritu de independencia impulse la adopción de estas alternativas por la sencilla razón de que el empleo implica, en cierta medida, someterse a la voluntad arbitraria de otra persona y a la posibilidad de un despido abrupto. Debido a la competencia del trabajo independiente, el empleo asalariado que quedara tendría lugar probablemente en empresas menos jerárquicas y más humanas que, al carecer de favores políticos, no podrían socializar las deseconomías de escala como lo hacen hoy las grandes corporaciones.
Los libertarios de izquierda, basándose en el trabajo de los historiadores de la Nueva Izquierda, también disienten de la visión libertaria conservadora y estándar de que las regulaciones económicas de la Era Progresista y del New Deal fueron impuestas por los socialdemócratas a una comunidad empresarial reacia que amaba la libertad. Por el contrario, como han demostrado Gabriel Kolko y otros, la élite empresarial —la Casa de Morgan, por ejemplo— recurrió a la intervención gubernamental cuando se dio cuenta, a finales del siglo XIX, de que la competencia era demasiado desordenada para garantizar una parcela en el mercado.
Por ende, los libertarios de izquierda ven a los Estados Unidos de luego de la Guerra Civil no como una era dorada de laissez faire, sino más bien como el resultado de la guerra mayormente corrupto y controlado por las empresas, que incluyó la contratación militar habitual y la especulación con los valores del gobierno. Como en todas las guerras, el gobierno ganó poder y los hombres de negocios bien conectados ganaron fortunas financiadas por los contribuyentes y, siendo algo esperado, una ventaja injusta en el mercado supuestamente libre de la Gilded Age. «La guerra es la salud del Estado», escribió el intelectual izquierdista Randolph Bourne. La guerra civil también lo fue.
Estos puntos de vista históricos contradictorios están bien ilustrados en los escritos de la novelista pro-capitalista Ayn Rand (1905-1982) y de Roy A. Childs Jr. (1949-1992), un escritor-editor libertario con claras inclinaciones izquierdistas. En la década de 1960, Rand escribió un ensayo con el título auto-explicativo de «America’s Persecuted Minority: Big Business», el cual Childs contestó con «Big Business and the Rise of American Statism». «En gran medida, han sido y siguen siendo los grandes empresarios las fuentes del estatismo estadounidense», escribió Childs.
Una forma de ver la separación entre los libertarios de izquierda y otros libertarios de mercado es la siguiente: los otros observan la economía estadounidense y ven un mercado esencialmente libre recubierto de una fina capa de intervención progresista y propia del New Deal que sólo necesita ser raspada para restaurar la libertad. Los libertarios de izquierda ven una economía que es corporativista hasta la médula, aunque con una libre empresa competitiva limitada. Los programas que constituyen el Estado de Bienestar se consideran secundarios y paliativos; es decir, destinados a evitar un descontento social potencialmente peligroso, socorriendo —y controlando— a las personas perjudicadas por el sistema.
Los libertarios de izquierda chocan con los libertarios regulares con más frecuencia cuando estos últimos muestran lo que Carson llama «libertarismo vulgar» y lo que Roderick Long llama «Right-conflationism». Esto consiste en juzgar los negocios estadounidenses en el entorno estatista actual como si tuvieran lugar en el mercado libre. Así, aunque los libertarios no-izquierdistas reconocen teóricamente que las grandes empresas gozan de privilegios monopolísticos, también defienden a las corporaciones cuando son atacadas por la izquierda con el argumento de que, si no sirvieran a los consumidores, el mercado competitivo las castigaría. «Los vulgares apologistas libertarios del capitalismo utilizan el término “libre mercado” en un sentido equívoco», escribe Carson, «parecen tener problemas para recordar, de un momento a otro, si están defendiendo el capitalismo realmente existente o los principios del mercado libre».
Los signos de la derecha-conflacionista se pueden ver en la defensiva común de los libertarios de la corriente mainstream ante las críticas de la izquierda sobre la desigualdad de ingresos, la estructura corporativa de Estados Unidos, los altos precios del petróleo o el sistema de salud. Si no hay un libre mercado, ¿por qué estar a la defensiva? Por lo general, se puede hacer enojar a un libertario no-izquierdista comparando favorablemente a Europa Occidental con Estados Unidos. Al respecto, Carson escribe: «Si te llamas a ti mismo libertario, no intentes engañar a nadie diciendo que el sistema estadounidense es menos estatista que el alemán sólo porque más reinas del bienestar llevan trajes de tres piezas…. [S]i tenemos que elegir entre niveles iguales de estatismo, por supuesto que me quedo con el que pesa menos sobre mi propio cuello».
Fieles a su herencia, los libertarios de izquierda defienden a otros grupos históricamente oprimidos: los pobres, las mujeres, la gente de color, los gays y los inmigrantes, documentados o no. Los libertarios de izquierda no ven a los pobres como oportunistas perezosos, sino como víctimas de las innumerables barreras del Estado hacia la autoayuda, el apoyo mutuo y la educación decente. Los libertarios de izquierda se oponen, por supuesto, a la opresión gubernamental de las mujeres y las minorías, pero también desean combatir las formas no violentas de opresión social, como el racismo y el sexismo. Dado que éstas no se llevan a cabo por la fuerza, las medidas utilizadas para oponerse a ellas puede que tampoco impliquen la fuerza o el Estado. Así, la discriminación sexual y racial debe combatirse con boicots, publicidad y manifestaciones, no con violencia ni con leyes antidiscriminatorias. Para los libertarios de izquierda, el racismo en los comedores del sur se combatió mejor con sentadas pacíficas que con la legislación en Washington, que simplemente ratificó lo que la acción directa había logrado sin ayuda de la élite blanca.
¿Por qué los libertarios de izquierda en cuanto a los otros libertarios se preocupan por la opresión no violenta y no estatal? Porque el libertarismo se basa en la dignidad y la propiedad del individuo, que el sexismo y el racismo niegan. Por tanto, todas las formas de jerarquía colectivista socavan la actitud libertaria y, por tanto, las perspectivas de una sociedad libre.
En una palabra, los libertarios de izquierda están a favor de la igualdad. No la igualdad material, que no puede darse sin la opresión y el ahogo de la iniciativa. No la simple igualdad ante la ley, porque la ley puede ser opresiva. Y no la mera igualdad de libertad —pues una cantidad igual de una pequeña libertad es intolerable—. Están a favor de lo que Roderick Long, basándose en John Locke, llama igualdad en la autoridad: «La igualdad lockeana implica no sólo la igualdad ante los legisladores, los jueces y la policía, sino, lo que es mucho más importante, la igualdad con los legisladores, los jueces y la policía».
Por último, al igual que la mayoría de los libertarios comunes, los libertarios de izquierda se oponen rotundamente a la guerra y al Imperio Estadounidense. Adoptan un análisis esencialmente económico del imperialismo: las empresas privilegiadas buscan el acceso a los recursos, a los mercados extranjeros para los bienes excedentes y a las formas de imponer leyes de propiedad intelectual en las sociedades industriales emergentes para evitar que los fabricantes extranjeros bajen los precios mediante la competencia. (Esto no quiere decir que no haya otros factores políticos detrás del impulso del imperio).
Hoy en día, los libertarios de izquierda se sienten reivindicados. La política exterior estadounidense ha envuelto al país en interminables guerras abiertas y encubiertas, con su alto coste en sangre y riquezas, en un Oriente Medio y una Asia Central abundantes en recursos. Con torturas, detenciones indefinidas y vigilancia, entre otros asaltos a las libertades civiles nacionales. Mientras tanto, la histórica alianza entre Washington y Wall Street, en la que la imprudencia con el dinero de otras personas, fomentada por las garantías, los rescates y la liquidez de la Reserva Federal disfrazada de desregulación, ha provocado otra crisis financiera con su elevado coste para el estadounidense promedio, una mayor inseguridad laboral y una mayor influencia por parte de Wall Street.
Algo tan nefasto sólo puede acelerar el día en que la gente descubra la alternativa del libertarismo de izquierda. ¿Es esa expectativa realista? Tal vez. Muchos estadounidenses sienten que algo está profundamente mal en su país. Sienten que sus vidas están controladas por inmensas burocracias gubernamentales empresariales que consumen su riqueza y los tratan como súbditos. Sin embargo, tienen poco gusto por la socialdemocracia al estilo europeo, y mucho menos por el socialismo de Estado en toda regla. El libertarismo de izquierda puede ser lo que buscan. Como escribe el Mutualista Carson, «Debido a nuestra afición por el libre mercado, los mutualistas a veces caen en desgracia ante aquellos que tienen una afinidad estética con el colectivismo, o aquellos para quienes “pequeño burgués” es una palabra malsonante. Pero son nuestras tendencias pequeñoburguesas las que nos sitúan en la corriente principal de la tradición populista/radical estadounidense, y nos hacen relevantes para las necesidades de los trabajadores estadounidenses promedio».
Carson cree que los ciudadanos comunes están llegando a «desconfiar de las organizaciones burocráticas que controlan sus comunidades y su vida laboral, y quieren tener más control sobre las decisiones que les afectan. Están abiertos a la posibilidad de alternativas descentralizadas y ascendentes al sistema actual». Esperemos que tenga razón.