De Joseph Parampathu. Artículo original: Review: From Urbanization to Cities, del 28 de febrero 2022. Traducción española de Kesabel Babe.
Reseña de From Urbanization to Cities: The Politics of Democratic Municipalism (La política del municipalismo democrático) de Murray Bookchin.
En esta versión actualizada del título inicial del difunto Murray de 1987, Bookchin The Rise of Urbanization and the Decline of Citizenship (El auge de la urbanización y el declive de la ciudadanía), ahora con una introducción de Sixtine van Outryve d’Ydewalle; Bookchin presenta el municipalismo democrático como una defensa de las ciudades y en contra del urbanismo. Naturalmente, esta aparente contradicción en los términos empieza con una examinación exhaustiva de lo que Bookchin entiende como ciudad. Bookchin sostiene, con amplias y actualizadas pruebas arqueológicas y antropológicas, que las ciudades no son necesariamente un reflejo de la explotación agrícola y económica. Aunque critica los modos en los que las ciudades pueden (y han) de urbanizarse hasta convertirse en el desorden de la metrópolis, que devora insaciablemente recursos, tierra y poder democrático, no deja de retratar la plaza de la ciudad como el vibrante centro de vida cultural en varias épocas y lugares.
Bookchin empieza estableciendo una distinción con respecto al mito de una “guerra” entre ciudades y campos. Más bien, la ciudad y el campo (o pueblo) siempre han coexistido beneficiosamente, cada uno con su propia valiosa y vibrante vida cultural, pero, con su existencia en peligro, él advierte que, por la urbanización:
“La verdad es que la ciudad y el campo están bajo asedio hoy – un asedio que amenaza el lugar mismo de la humanidad en el entorno natural. Ambos están siendo subvertidos por la urbanización, un proceso que amenaza con destruir sus identidades y su enorme riqueza en tradiciones y variedades. La urbanización está no sólo engullendo al campo; sino también a la ciudad. Está devorando no sólo la vida de ciudad y del pueblo basada en los valores, la cultura y en las instituciones alimentadas por las relaciones agrarias. También está devorando la vida de ciudad basada en los valores, la cultura y en las instituciones alimentadas por relaciones cívicas. El espacio de la ciudad con su proximidad humana, sus vecindarios distintivos y con su política a escala humana – al igual que el espacio rural, con su cercanía a la naturaleza, su alto sentido de ayuda mutua y con sus fuertes relaciones familiares – están siendo absorbidas por la urbanización, con sus rasgos asfixiantes de anonimato, su homogeneización y con su gigantismo institucional.” (p.3)
La ciudad que Bookchin promueve no es una cosmopolita, en servicio a la capital global y lista para ofrecer sus tesoros regionales en bandeja de plata a las rutas comerciantes del mundo; sino una ciudad de intereses regionales, de artesanos y de reuniones de comerciantes en la vitalidad de la plaza pública, inspirado por su amor por su propia ciudad y su propia interacción con el mundo global. Él presenta la vulgaridad de la atracción moderna a las ciudades basadas puramente en pragmatismo – un viaje corto, una locación conveniente y todas las comodidades del “desarrollo”. Pero entonces, ¿qué es la urbanidad y cómo es un peligro para la cultura democrática, en la ciudad o en el campo? Bookchin afirma que la civilización urbana es más bien un “sub producto” (p. 7) de una ciudad, es lo que se ve si se vuela en un radio de 50 millas alrededor de cualquier metrópolis, (o con la misma frecuencia de ahora, en un radio de 50 millas). La vasta maquinaria necesaria para sostener la actividad comercial de la ciudad moderna, las interminables extensiones de suburbios que proporcionan un retiro para dormir del ajetreo de una ciudad que sólo da cabida a la vida laboral, y las interminables extensiones de tierra agrícola subordinada a las necesidades de esta población, y, sobre todo, de su clientela comercial, son todos los “sub productos” de la ciudad que ahora cubren regiones enteras de espacio físico. La idea de Bookchin de lo que debería ser una ciudad está fuertemente anclada a su crítica del “ciudadano” moderno (en consonancia con la última mitad de su título original).
Al igual que la ciudad urbana es una entidad meramente corporativa, el ciudadano moderno sólo mantiene relaciones de intercambio con su ciudad. Siguen sus leyes y pagan impuestos o tarifas de estacionamiento, no por deber moral o por el bien colectivo, sino a cambio de servicios municipales de calidad. Bookchin, afortunadamente, no va tan lejos como para llamar al habitante urbano “sub producto” de este esfuerzo comercial de ciudad y Urbanization to Cities no es simplemente un lamento de una ágora pre urbana o ayuntamiento.
El pensamiento de Bookchin ha tenido una profunda influencia en los movimientos modernos tan variados como las protestas en Francia de los Yellow Vests (Chalecos Amarillos) y del confederalismo democrático kurdo por su promesa de un poder descentralizado. Estas prácticas de democracia sin instituciones están basadas en una larga tradición. Lo que Bookchin muestra, a través de examinar diferentes sitios antropológicos e históricos para entender “la forma en el que la gente se comunica” (p. 15), es la forma en que las ciudades han proporcionado (y pueden seguir proporcionando) la oportunidad de que el poder democrático eche raíces.
Bookchin descarta la visión de que las civilizaciones surgieron para dominar vastos recursos económicos o en respuesta al desarrollo tecnológico, como la agricultura, como el sesgo de la mirada moderna a un materialismo obsesivo. En su lugar, plantea una visión de las civilizaciones principalmente preocupadas con satisfacer sus necesidades espirituales, desarrollando “grandeza” como consecuencia de su propia búsqueda de exigencias culturales, y no como resultado de alguna maquinaria pre existente de opresión, señalando que:
“Aquí me gustaría enfatizar que las primeras ciudades eran ampliamente creaciones ideológicas altamente complejas, fuertemente afiliadas e intensamente mutualistas de grupos de parentesco, de perspectiva ecológica y de carácter esencialmente igualitario y no dominante.” (p. 25)
“Asumimos que las élites opresoras ejercieron una estrategia coercitiva en el comienzo de la vida urbana porque leemos en nuestros relatos literarios de Mesopotamia y Egipto sobre el trabajo forzado en una era nebulosa preliteraria. Es fácil pasar por alto el hecho de que cualquier tradición literaria de la vida urbana, incluso en la tempranísima epopeya de Gilgamesh del año 2100 a.C., la cual data a principios de la vida urbana mesopotámica, es ya una evidencia de una sociedad técnicamente avanzada y, a menudo, coercitiva.” (p. 25)
El pensamiento histórico tradicional puede ser muy sensible a los registros directamente observables, argumenta y, al hacerlo, imparte una importancia sobredimensionada a la evidencia física directa. Así, el registro histórico puede estar injustamente saturado con aquellos remanentes burocráticos urbanos que dejaron en abundancia, a saber, registros comerciales y grandes edificios – evidencia de su destreza extractiva, tal vez, pero no de su real prevalencia.
Dentro de esta examinación de las sociedades tempranas, Bookchin empieza con la búsqueda del proto ciudadano. Encuentra a estas ciudades antiguas, tan pequeñas que hoy en día difícilmente las llamaríamos ciudades, las estructuras y agrupaciones sociales que asociamos hoy con una fuerte vida cívica – los lugares de encuentro y los centros de la comunidad que evidencian un público comprometido. El valor cultural de la ciudad, según la perspectiva de Bookchin, es el paso de una congregación basada en lazos sanguíneos a una basada en el parentesco social. Al desarrollar la idea de ciudadano, Bookchin se apoya fuertemente en una examinación de la sociedad ateniense, aportando su distintiva comprensión ecológica de la interacción entre la ciudad y el ciudadano a una comprensión de la política “procesal” (p. 62) por la cual una persona se socializa hasta convertirse en un ciudadano completo a través de su propia interacción con los asuntos públicos.
La política procesual de Bookchin es directamente paralela con el concepto anarquista de la política prefigurativa. La gente aprende a gestionar responsablemente sus propios asuntos ejerciendo poder sobre ellos y, sencillamente, manejándolos. En su examen de la sociedad ateniense, Bookchin se basa más limpiamente en su visión de la vida en la ciudad encarnada por el municipalismo democrático. Civilizados (pero no urbanos) espacios públicos que proveen la locación para una interacción sostenida y significativa entre los ciudadanos.
“En su énfasis en el contacto directo, casi protoplásmico, la plena implicación participativa y su deleite en la variedad y diversidad, existe un sentido en el que el ágora formó el espacio para una genuina comunidad ecológica dentro del polis mismo” (p. 63)
Bookchin sostiene que estos espacios públicos de contacto informal entre partes muy diferentes, incluso de una sociedad estratificada, permitieron que se desarrollaran y maduraran vibrantes ecologías sociales. El lugar central de la vida política es esta plaza pública y no los centros tradicionales del poder estatal, representados por la asamblea formal.
Por lo tanto, la ciudad, al menos una con la adecuada cantidad de espacios públicos que permiten este “contacto directo, casi protoplásmico” entre las clases sociales, ofrece a sus habitantes el lugar para practicar la ciudadanía. El ciudadano comprometido, dentro de una ciudad adecuada, puede participar en la formación del consenso público, participar en el comercio público y contribuir a establecer esta ciudadanía. Tomando parte en el proceso de la acción política, producen la ciudadanía y a su vez, su ciudad.
El trabajo de Bookchin brilla al reunir la amplia información antropológica e histórica que ayuda a darle vida a su visión de la ciudad. Reconociendo que intentar encontrar pruebas históricas de “cómo se comunican las personas” puede ser más difícil que un estudio de impresionante hazañas arquitectónicas o almacenes, él aborda la tarea muy hábilmente. Examina los dramas trágicos griegos para mostrar la forma en el que la que tragedia, para el ciudadano griego, es un medio por el que el ciudadano se convierte en un ser más digno. La sociedad política ateniense creció a través de crisis y sus propias respuestas a ellas y, similarmente, la ciudad proporciona el espacio para un crecimiento procesual del ciudadano comprometido a tomar parte en la formación del consenso de la ciudad.
Aunque estas ciudades antiguas pueden haber proveído el jardín que cultivó las primeras ciudadanías, ¿cómo la ciudad se desconectó de la ciudadanía? Bookchin señala una transición de la ciudad donde cada habitante permaneció atado a su lugar de origen, o al menos, a su pueblo ancestral, a una ciudad particularmente nueva y completamente urbana.
“Desde el siglo XIII en adelante, particularmente en Italia y las tierras bajas de la actual Bélgica y Holanda, empiezan a emerger ciudades-estados que eran estructuradas en torno a tareas urbanas únicas – de carácter artesanal, financiero, comercial e industrial – que poco a poco fueron desvinculando la vida urbana de su matriz agraria tradicional y proporcionó a la ciudad de una auténtica vida cívica y de impulso propio.” (p. 96)
Bookchin sostiene que el desarrollo de las clases mercantiles y de los estados “principescos” son un fenómeno derivado de la urbanidad. A medida que la sociedad romana se derrumbaba, incapaz de obtener los atributos necesarios para mantener sus grandes gastos, las ciudades se achicaron en tamaño para poder extraer más razonablemente sus recursos de la geografía vecina y, así, las ciudades decadentes y los feudos parroquiales se convirtieron en la norma en Europa. Sin embargo, es en este espacio que Bookchin nota el crecimiento de un conjunto diverso de municipios y ciudades artesanales “marcadas por una rica vida social y consigo la política popular arraigada en los gremios, sistemas de ayuda mutua, una milicia cívica y un fuerte sentido de lealtad comunitaria.” (p. 135)
A pesar de esto, la época también marca el surgimiento de los Estado-naciones, pero Bookchin advierte: “el lector que busque por un desarrollo compacto hacia una sociedad urbana moderna, no lo va a encontrar aquí.” (p. 140) Su crónica del surgimiento de los Estados es refrescantemente sensata, pues acepta de buen grado que los Estados existieron en “grados” más que en absolutos, y que la mayoría de estos Estados no se parecían, en sus relaciones con sus habitantes, a lo que esperamos hoy en día cuando pensamos en Estados-naciones. Señala además la interacción entre el desarrollo comercial y el desarrollo estatal, que no son metas opuestas ni totalmente unidas. Por ejemplo, al examinar la ambivalencia de Carlos V de España con respecto a los caprichos capitalistas, se centra en cómo las revoluciones municipales de los Comuneros no son fáciles de describir por análisis de clases en un momento anterior a la formación de clases industriales en el sentido marxista. En cambio, Bookchin usa su formulación del ciudadano como medio para describir este conflicto entre el ciudadano socializado y el Estado burocrático.
“La centralización se agudiza cuando el deterioro se produce en la base de la sociedad. Despojada de su cultura como un ámbito político, la sociedad se convierte en un conjunto de agencias burocráticas que vincula a los individuos monódicos y a unidades familiares en un sistema estrictamente administrativo o en una forma de individualismo ‘posesivo’, más propiamente adquisitivo, que conduce a la privatización del yo y su desintegración en mero egoísmo.” (p. 179-180)
Así, Bookchin nos trae esta definición de urbanización como un fenómeno claramente social, más que uno tecnológico o material. Si bien elogia las relaciones económicas en la plaza de la era pre capitalista por mejorar la interacción humana y enriquecer el espacio social, él marca la dominación de la forma capitalista como un mayor conductor de la expansión urbana. La tendencia al capitalismo de acumular indefinidamente es el por qué la urbanidad es ahora más reconocible por sus detritos. En contraste con la monstruosa grandeza de lo urbano, Bookchin propone un cuarto modelo a “escala humana” de sociedades centradas en torno al cultivo de una ciudadanía comprometida.
El sitio de la ciudadanía comprometida, afirma Bookchin, es la participación municipal. “La libertad municipal, en definitiva, es la base de la libertad política y la libertad política es la base para la libertad individual.” (p. 234) El municipio actúa como una fuerza compensatoria contra la dominación Estado-nación y permite a los trabajadores la habilidad de efectuar su voluntad sobre los que dirigen los asuntos sociales y económicos. Aquí Bookchin se basa en su distinción entre el arte de gobernar -los asuntos de los Estados-naciones para mantener o reforzar sus burocracias- y la política -el ejercicio colectivo del poder por parte de la gente-. Una confederación de municipios democráticos proporciona un equilibrio frente a los intereses del Estado-nación de subordinar a su pueblo al arte de gobernar.
Pero si el municipalismo de Bookchin se detuviera aquí, condenaría a los trabajadores a “simplemente ‘participar’ en la planeación de su propia miseria.” (p. 272) En vez de eso, Bookchin sostiene que el municipalismo confederado provee los medios para que los municipios ejerzan su voluntad de sus ciudadanos sobre los asuntos más complejos, mientras que el proceso político del municipalismo democrático forma un ciudadano activo, listo y capaz de asumir esta responsabilidad. Para Bookchin, este acto de participar en el municipalismo democrático confederado crea una ciudadanía capaz de remover completamente el poder del Estado. Críticamente, no hay fantasías aquí de que el Estado se extinga; por el contrario, la construcción de una fuerte ciudadanía y de actores críticos capaces sientan las bases para el poder fuera del, y opuestamente al, Estado.
El municipalismo de Bookchin no es provinciano ni patriótico. No es una visión de individualismo neurótico ni de internacionalismo irreflexivo. Su propósito declarado era entender las relaciones de cómo se comunican las personas; su exhaustivo análisis histórico y antropológico da fe de su éxito. Bookchin expone hábilmente una visión del municipalismo democrático que puede abordar los problemas modernos y encuentra apoyo a la capacidad de las sociedades complejas para orientarse hacia la “escala humana” y satisfacer las necesidades de sus ciudadanos. Y lo que es más interesante, en su énfasis en la construcción de una ética basada en la ciudadanía activa, la receta de Bookchin para los descontentos de una civilización moderna adquiere un objetivo social integral, o incluso espiritual. La llamada a la creación de espacios de “ciudad” a escala humana (tanto en la ciudad como en el campo) advierte contra la urbanidad, pero valora el frenético tejido social del ayuntamiento, el arrondissement (distrito) y el ágora. El municipalismo democrático de Bookchin, incluso reeditado unos cuarenta años después, sigue siendo paradójicamente un soplo de aire fresco y un recordatorio del poder histórico de la asociación libre y comprometida.