Roderick Long, profesor de filosofía de la Universidad de Auburn, acuñó el término “conflacionismo” para identificar la tendencia a confundir la noción de un mercado libre —tanto cuando se le ataca como cuando se le defiende— con el sistema capitalista tal como existe hoy en día. El conflacionismo de izquierda es la práctica de atacar los males del capitalismo corporativo existente como si fueran el resultado del “liberalismo” o del “libre mercado”. El conflacionismo de derecha es la defensa del status quo argumentando que “las virtudes imaginadas de la imaginada noción de un mercado libre constituyen una justificación para el capitalismo corporativo existente”. Osea, disimular la defensa del corporativismo con la “retórica del libre mercado”.
El número del 21 de enero de la revista The Economist, dedicada al tema del “Capitalismo de Estado”, es un ejemplo estelar de conflacionismo de derecha. Los escritores identifican el “capitalismo de estado” con un cierto grado de propiedad o control estatal de las empresas que compiten en el mercado, o con lo que solía llamarse “política industrial” (es decir, cuando el gobierno canaliza fondos de inversión hacia quienes percibe como “ganadores” económicos).
El capitalismo de estado incluye el modelo chino, en el cual el estado organiza el equivalente chino del zaibatsu integrado verticalmente y reserva una parte importante de los puestos de alta gerencia a oficiales del gobierno; el capitalismo cleptocrático u oligárquico al estilo ruso; y el capitalismo del petro-estado, en el cual el estado dirige petrodólares en favor de proyectos de desarrollo predilectos.
Tales formas de “capitalismo dirigido por el estado” son contrastadas, por supuesto, con el modelo anglo-americano de “capitalismo liberal”, ese al que Mitt Romney llama “Nuestro Sistema de Libre Empresa”. Al parecer, los años 80 y 90 fueron una era de “triunfalismo de libre mercado” bajo el liderazgo de los grandes capitanes Thatcher y Reagan. Hasta que uno osa rasgar la superficie. El supuesto “capitalismo liberal” tiene sus propios “puestos reservados”, según se ve —para los ex gerentes corporativos como nominados políticos en las agencias federales, y para ex funcionarios gubernamentales en la alta gerencia de las grandes corporaciones. Cualquier persona que ha visto los recientes diagramas Venn del traspaso de personal entre Monsanto y el de USDA (el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos), o de la farmacéutica Pfizer y la FDA (la Administración de Medicinas y Alimentos), sabrá inmediatamente de lo que estoy hablando. Y el presidente Barack Obama —el fan “socialista” de Saul Alinsky del que tanto hemos oído hablar— ciertamente ha reservado muchos de los asientos en su gabinete para ex peces gordos de Goldman-Sachs y Monsanto.
Me pregunto qué pensarán los escritores de The Economist de un modelo de “capitalismo liberal” en el que los acuerdos internacionales de “propiedad intelectual” son redactados en secreto por los representantes oficiales de la industria del cine y de la música, y solo a posteriori son remitidos a otras “organizaciones de la sociedad civil para su revisión”. O en la cual el jefe de la Asociación Cinematográfica de los Estados Unidos, Chris Dodd, anuncia orgullosamente que el Stop Online Piracy Act (SOPA) fue redactada en un “proceso democrático” en el cual “todas las partes interesadas” tuvieron voz y voto (en donde “todas las partes interesadas” son las mayores empresas del cine, música y software).
Me pregunto qué piensan de una economía corporativa transnacional en la cual los más prominentes protagonistas del “capitalismo liberal” occidental son desesperadamente dependientes de los subsidios directos, del poder monopólico que les brinda la “propiedad intelectual” creada por el estado, o de ambos, para generar beneficios.
Piénselo bien. Están las empresas conectadas directamente a los complejos industriales militares y de seguridad, con el DOD (Departamento de Defensa) o el TSA (la Administración de la Seguridad en el Transporte) como sus principales clientes. Está la industria de la electrónica, cuya investigación y desarrollo fue financiada principalmente por el gobierno durante la guerra fría, y a la que se le protege contra la competencia global por el drástico fortalecimiento de las patentes bajo los acuerdos TRIPS. Y las industrias biotecnológicas y farmacéuticas, donde al menos la mitad de su investigación es financiada por los contribuyentes y son sumamente dependientes de la protección brindada por las patentes otorgadas por el gobierno para mantener sus beneficios y cuotas de mercado monopólicos. Y está también la agro-industria corporativa —en fin, que más decir.
Tomando en cuenta todo ésto, no es difícil percatarse de que el sistema económico dominante en el mundo occidental es un monstruo jerárquico controlado por un directorio integrado por grandes corporaciones y agencias gubernamentales, en el que la mayoría de los costos operativos de las empresas dominantes se socializan (y los beneficios, por supuesto, se privatizan), y en el que el proteccionismo brindado por la “propiedad intelectual” y otros cárteles regulatorios permiten que dinosaurios burocrático-corporativos al mejor estilo de la película “Brasil” de Terry Gillian, operen con ganancias y sin temer de la competencia.
Vaya “capitalismo liberal”. ¿Capitalista? Seguro. ¿Liberal? No tanto.
Artículo original publicado por Kevin Carson el 2 de febrero de 2012.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.