El 14 de enero, el Departamento de Justicia de Estados Unidos anunció que la Fuerza de Tareas Conjunta contra el Terrorismo había interrumpido el último “complot terrorista interno”, esta vez por parte de “un hombre del área de Cincinnati… que pretendía atacar a la capital de los Estados Unidos y matar funcionarios del gobierno”. El vocero del senado John Boehner inmediatamente citó la interrupción del complot como evidencia de que el Congreso debe sopesar muy bien la decisión de negarse a renovar los poderes de recopilación masiva de datos de la NSA. Pero olvidó mencionar que los agentes federales son al menos tan responsables de planear el ataque que el supuesto conspirador, Christopher Cornell.
El investigador del FBI se enetró de los comentarios pro-EI de Cornell en Twitter gracias a un chivatazo de un informante anónimo que “comenzó a cooperar con el FBI con el fin de obtener un trato favorable respecto a su actuación criminal en un caso no relacionado”. El informante, por orden del FBI, mantuvo dos reuniones con Cornell donde discutieron los ataques a la capital, después de las cuales el FBI lo arrestó para “prevenir” los ataques. En otras palabras, el FBI identificó a Cornell como sospechoso exclusivamente en base a su expresión de opiniones políticas radicales, con la ayuda de un soplón carcelario que se volteó por el chantaje de la fiscalía. Y el “complot” como tal fue elaborado exclusivamente en reuniones posteriores en el que una de las partes – que trabaja para el FBI – bien podría haber manipulado a Cornell. No fue por nada que la activista ecológica Judi Bari dijo que “la primera persona que proponga traer dinamita puede que sea un federal”.
En esto el caso Cornell tiene bastante en común con muchos otros de los llamados “complots de terrorismo interno” que han sido “interrumpidos” por el aparato judicial federal y que se remontan a los “Seis de Lackawanna”. Un buen ejemplo es el llamado “complot” de los “Cuatro de Newburgh”, que supuestamente conspiraron para volar sinagogas y atacar una base militar. El juez comentó que el Gobierno “inventó el crimen, proporcionó los medios y eliminó todos los obstáculos relevantes,” fabricando un terrorista a partir de un hombre “cuya bufonería es absolutamente shakespeareana” (“Estados Unidos: Los enjuiciamientos sobre terrorismo suelen ser delirantes“, Human Rights Watch, 21 de julio de 2014).
Esto me recuerda una historia que leí – creo que del dibujante de Dilbert, Scott Adams – sobre una compañía de software que ofrecía a los programadores un bono por cada error que detectaran en el código. Como era de esperar, la creación de errores para “detectar” se convirtió en una importante fuente de ingresos para los empleados. HL Mencken comentó la tendencia del gobierno “a mantener alarmada a la población (y por tanto ansiosa de que se le brinde seguridad) amenazándola con una serie interminable de duendes imaginarios”.
Esto lo vemos en la patética narrativa mediática que presenta a cualquier funcionario armado y uniformado del gobieron como un personaje de Las brigadas del espacio. La película más taquillera del fin de semana pasado en los Estados Unidos no fue Selma (que trata del pueblo oprimido que se organiza para luchar por su libertad), sino American Sniper, que glorifica a un miserable que se regodeaba de todos los “salvajes” (su adjetivo para cualquier individuo de sexo masculino con una edad comprendida entre los 16 y los 60 años de edad) que asesinó en Irak, con el argumento de que estaba impidiendo que disparasen a soldados estadounidenses, obviando el hecho de que la gente en Irak le estaba devolviendo los disparos a un ejército invasor en su propio país. En el plano interno, vemos el mismo fenómeno en programas de televisión como COPS, y en las noticias locales sobre policías con equipo paramilitar (olímpicamente identificados como “las autoridades” por los periodistas más tontos) asaltando supuestos “laboratorios de metanfetaminas”.
Y recordemos que el concepto mismo de “operación encubierta” (también conocido como “encerrona”) invoca el principio de que algunos seres humanos son superiores a la ley. Las primeras fuerzas policiales profesionales se justificaron con el argumento de que simplemente se les pagaba para ejercer los mismos poderes de “arresto ciudadano” que la Ley Posse Comitatus garantizaba a cualquier otro miembro de la sociedad. Según esa norma, si es ilegal que un ciudadano de a pie incite o instigue a alguien para que lleve a cabo una actividad ilegal, dicha incitación o instigación debería ser ilegal para cualquier persona, incluyendo a los funcionarios estatales uniformados.
Pero lo más importante es que este es un ejemplo de cómo el estado muy frecuentemente “resuelve” los problemas de su propia creación, y de que tiene un incentivo para seguir creando problemas y así justificar que se le dé el poder y los recursos para “resolverlos”.
Artículo original publicado por Kevin Carson el 21 de enero de 2015.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.