El sábado, el campo de detención de la Bahía de Guantánamo puso en libertad a cuatro de las 136 personas detenidas allí sin cargos. Después de seis años, Barack Obama está un poco más cerca de cumplir su promesa: “He dicho repetidamente que tengo la intención de cerrar Guantánamo, y voy a seguir adelante con eso”. Pero en cuanto a la promesa de restaurar el hábeas corpus que acompañó a su posición anti-Guantanamo como elemento central en la campaña electoral, parece que no está tan inclinado a “seguir adelante con eso”.
Obama dijo a CNN que “van a haber un cierto número irreducible de casos que van a ser muy difíciles, porque sabemos que han hecho algo malo y que todavía son peligrosos, pero es difícil de montar la prueba en un tribunal tradicional en el espíritu del Artículo III, por lo que vamos a tener que lidiar con eso”. Y sí, ese es el mismo Obama que emitió una orden ejecutiva dos días después de llegar a la presidencia con la intención de “cerrar sin demora las instalaciones de detención en Guantánamo”, afirmando claramente que “los individuos actualmente detenidos en Guantánamo tienen el privilegio constitucional del recurso de hábeas corpus”.
Así funciona la democracia.
Solo fue hacia el final de su segundo mandato que el presidente fue capaz de tomar un pasito tan pequeño en cuanto a la clausura de una prisión que, incluso bajo los más estrictos estándares de realpolitik, puede considerarse como una desventaja tan fuerte como la Bastilla de la Francia prerrevolucionaria (cuyo Antiguo Régimen quizá podría haberse mantenido en pie durante un poco más de tiempo haciendo el espectáculo de la liberación de un par de reclusos de vez en cuando). Por supuesto que ni siquiera su costo astronómico, que hace ver a las prisiones regulares estadounidenses como modelos de restricción fiscal, impide que Nile Gardiner, director de la Fundación del Patrimonio del Centro Margaret Thatcher por la Libertad, la defienda sin ninguna duda.
Mientras tanto, Voice of America traslada la culpa a “los obstáculos impuestos por el Congreso de Estados Unidos”, una movida que recuerda a los llamados a “dejar que Reagan sea Reagan” para que pudiese aplicar el laissez-faire que realmente quería desde el principio.
Emma Goldman escribió en “Prisiones: el crimen social y su fracaso” que “El impulso natural del hombre primitivo de devolver el golpe, de vengarse del mal, está fuera de lugar. En cambio, el hombre civilizado, despojado de todo valor y atrevimiento, ha delegado a una maquinaria organizada el deber de reprimir los errores, en la estúpida creencia de que el Estado está justificado para hacer lo que él ya no tiene ni la madurez ni la coherencia para llevar a cabo. El ‘imperio de la ley‘ es un producto del raciocinio; no se queda en los instintos primitivos. Su misión es de una naturaleza ‘superior‘”. Un siglo más tarde, el crecimiento hipertrófico de la burocracia penitenciaria confirma esto, así como su insistencia en que “[l]a esperanza de la libertad y la oportunidad es el único incentivo para la vida, especialmente para la vida del prisionero. La sociedad, que ha pecado tanto contra él, ha de otorgarle eso por lo menos. No soy tan optimista para creer que esto ocurra, o que algún cambio real en esa dirección tenga lugar mientras las condiciones que engendran tanto al prisionero como al carcelero no sean abolidas para siempre”.
Artículo original publicado por Joel Schlosberg el 22 de diciembre de 2014.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.