El 25 de marzo, un coronel retirado declaró ante la Comisión Nacional de la Verdad de Brasil (Comissão Nacional da Verdade) para aclarar cómo “se torturaba a los presos políticos” e identificar “quiénes estaban vivos cuando llegaron, quiénes murieron, y quiénes todavía están desaparecidos, así como a los torturadores” de la Casa da Morte (“Casa de la Muerte”), un centro subterráneo de represión situado en Petrópolis, Río de Janeiro, durante el régimen militar. La Comisión de la Verdad ha estado investigando violaciones de derechos humanos durante la dictadura, pero muchos la han acusado de ser un instrumento utilizado por izquierdistas para impulsar su agenda política.
Volvamos hacia atrás en el tiempo. Hace cincuenta años, un golpe de Estado en Brasil dio inicio a la dictadura militar. Sus oficiales, violando descaradamente la ley, cometieron torturas, provocaron suicidios falsos, y “desaparecieron” a cientos de personas. La transición hacia el gobierno civil es culpable de favorecer la “lenta, gradual, y segura re-democratización” de los derechos civiles. La Constitución brasileña de 1988, la llamada “Constitución Ciudadana”, fue un instrumento de esa injusticia.
Y esa injusticia tiene nombre: la ley de amnistía, la ley número 6683 de 1970. El problema no está en haber perdonado a los presos políticos –que es justo y noble– sino en su quid pro quo: el gobierno indultó los crímenes violentos de sus propios funcionarios, en una especie de “auto-amnistía”.
A las víctimas y sus familiares se les negó cualquier esperanza que algún día fuesen condenados los responsables de brutales violaciones de derechos humanos, lo que para ellos no es un simple término de de jerga técnica, sino que significa verdadero dolor y sufrimiento a manos de los hombres que obedecieron la orden de la autoridad, ese terrible instrumento de validación y falta de sensibilidad, como lo demuestra el famoso experimento llevado a cabo por Stanley Milgram. La esperanza es lo último que muere, pero el perdón otorgado por el Estado a sus esbirros es la pena de muerte de la esperanza.
El derecho internacional actual es exagerada y a la vez falsamente reverente para con la “soberanía de los Estados” –por ejemplo, no reconoce el derecho de libre secesión–, pero, afortunadamente, reconoce que los Estados deben respetar los derechos humanos básicos. El Estado brasileño ha aceptado la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para que juzgue las denuncias de violaciones de derechos humanos.
En el caso Gomes Lund y otros (“Guerrilla de Araguaia”) vs. Brasil, el estado brasileño fue acusado de haber perdonado los crímenes de sus agentes a pesar de la “incompatibilidad de las amnistías a graves violaciones de derechos humanos con el derecho internacional”, y fue condenado. Es por eso que es un poco inquietante cuando las personas que se consideran a sí mismos “libertarias”, critican iniciativas como la Comisión Nacional de la Verdad o el enjuiciamiento penal de los agentes del régimen, como si fueran temas que pudiesen interesarle solo la extrema izquierda.
Determinar lo sucedido y castigar los crímenes consistentemente es libertario. Ningún Estado debe tener el derecho de evitar el castigo de sus propios crímenes. ¿Cómo puede ser justo que los funcionarios que trabajan para un régimen cometan crímenes bárbaros y al final sigan de lo más tranquilos con sus vidas, porque el gobierno ha decretado que todo fue justo y necesario? Solo los defensores más apasionados del Estado, que lo ven como un dios en la tierra, serían capaces de pensar así.
Las víctimas son las víctimas, no importa si son de una u otra afiliación política. Su derramamiento de sangre debe ser reivindicado. ¿Cómo puede el estado declarar que las víctimas no tienen derecho a que sus torturadores sean procesados? No es posible ser un libertario, y creer que es legítimo que una organización criminal perdone los crímenes de sus agentes sólo porque se autodenomina “el Estado”.
Aclarar crímenes como el asesinato, la mutilación y el ocultamiento de cadáveres, no es una maniobra izquierdista; es la más básica manifestación de decencia humana. Y no se puede ser libertario si uno no está dispuesto a defenderla.
Artículo original publicado por Valdenor Júnior el 3 de abril de 2014.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.