En un reciente artículo de opinión en la BBC, el historiador económico Niall Ferguson argumenta que “los jóvenes deberían abrazar la austeridad”. Señalando las “enormes deudas” acumuladas por las democracias occidentales, Ferguson sugiere que las voces críticas “están en lo cierto al percibir que algo va mal en nuestras instituciones políticas”.
Su respuesta se asemeja a una especie de restauración del contrato social, una equidad renovada en la distribución de la riqueza social entre las generaciones. Al recomendar la austeridad, Ferguson dice que deberíamos abrazar una regulación más dura sobre nosotros mismos, así como sobre políticos y banqueros. Pero hay algo incorrecto en la política económica de la austeridad sobre lo que Ferguson no está poniendo atención.
No sorprendentemente, siempre son los salarios y las pensiones de la gente trabajadora las que están sujetas a los diversos recortes que atienden a la mal llamada “austeridad”. La cultura de rescate permanente del capitalismo occidental continúa ininterrumpida, haciendo, en palabras del antropólogo Marvin Harris, “de la austeridad para la mayoría, y del socialismo para los ricos, una cuestión de deber patriótico”.
Existe la presunción (que se da en toda la conversación en torno a las ideas libertarias y de libre mercado) de que en tanto que los profesores o los trabajadores del transporte público, por ejemplo, reciben su paga del estado, son enemigos de la libertad y del contribuyente. Puesto que trabajan en monopolios estatales, afirma este argumento, por definición se les paga por encima de lo que lo justificaría la cantidad y calidad de su trabajo.
Los anarquistas de mercado consideran las cosas de forma algo diferente, sosteniendo que las actuales transgresiones de los principios legítimos del libre mercado van mucho más lejos de los que muchos sedicentes libertarios reconocen. No hay duda de que los monopolios estatales, que en general no tienen necesidad de responder a las necesidades de las comunidades, proveen de servicios inferiores a precios excesivos.
Con todo, los libertarios no deben simplemente asumir que la existencia de monopolios estatales implique que sus trabajadores estén necesariamente mejor pagados de lo que lo estarían en condiciones de genuino libre mercado. Los anarquistas de mercado argumentan que las restricciones arbitrarias en el libre intercambio y en la ocupación de la tierra crean una oferta de trabajadores asalariados artificialmente inflada, gente que en otras condiciones podría ser autónoma o trabajar cooperativamente con otras personas en pequeñas empresas.
Al contratar trabajadores, por tanto, las clases empleadoras, incluyendo las agencias estatales, pueden pagar menos de lo que lo harían en otras condiciones. La trabajadora infra-remunerada acomete un mayor esfuerzo y crea más valor de lo que lo haría por la misma compensación si no hubiera todo un catálogo de privilegios concedidos por el estado a los empleadores. En Grecia, como en cualquier otro lugar dentro del dominio del capitalismo monopólico, las instituciones grandes y jerárquicas dependen para su existencia de una amalgama de barreras de entrada al mercado, “derechos” de propiedad intelectual y subsidios.
Combinados, estos factores legales crean un paradigma económico en el que la capacidad de “elegir” existe sólo en su más restringido significado. La competencia entre un puñado de gigantescos contendientes corporativos no es competencia en absoluto. Una libertad económica genuina vería a estas empresas titánicas lidiar con enfoques económicos que estarían completamente fuera de la economía formal del nexo monetario y el pago por horas con horarios de nueve a cinco.
Sin monopolio sobre la tierra y sin subsidios a los grandes agronegocios, los individuos podrían experimentar con verdadera independencia alternativas viables para los productos básicos. Sin licencias profesionales y sin las protecciones de la “propiedad intelectual”, podrían construir para sí mismos y hacer para sí mismos lo que sólo a enormes corporaciones multinacionales les está permitido construir y hacer actualmente.
Una vez que se empieza a comprender la profundidad del privilegio estatal, es absurdo imaginar que la trabajadora media está en mejores condiciones ahora de lo que lo estaría bajo condiciones de competencia desatada – ese estado de cosas tan a menudo malinterpretado como el preferido por las grandes empresas.
El argumento del anarquismo de mercado es ciertamente un argumento a favor de la austeridad. Pide poner fin a las estructuras innecesarias que impiden a los individuos organizar una economía de intercambio mutuo y cooperación voluntaria genuinas. Pide poner fin a los rescates, los subsidios de bienestar corporativo y la protección de las patentes de las multinacionales.
Éstas – y no las pensiones y los salarios de los trabajadores – son las cosas que conducen al sistema económico globalizado hacia un precipicio que se alza sobre el oscuro abismo de la depresión mundial. Cuando haya auténtica austeridad para los ricos y los corruptos, las verdaderas sanguijuelas de la sociedad productiva, entonces podremos hablar.
Artículo original publicado por David D’Amato el 25 de junio de 2012.
Traducido del inglés por Alberto Jaura de Mutualismo.org.