En su reciente exhortación apostólica, el Papa Francisco escribe que «Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad»».
Y tiene razón — pero no en el sentido que él cree. Antes de elaborar al respecto, veamos qué más dijo Francisco.
Se quejó de que «hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida».
Este último comentario es parcialmente acertado y parcialmente equivocado.
«En este contexto», continúa el Papa,
…algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante.
De nuevo, esto es parcialmente cierto, aunque no en el sentido que él cree, y parcialmente falso.
Además, dijo que «Este desequilibrio [o sea, desigualdad] proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados».
Aquí el Papa entiende las cosas exactamente al revés.
«En este sistema», añadió, «que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta».
Esto apunta a un tema importante, al que volveré en un momento.
Cuando digo que el Papa tiene razón, pero no en el sentido que él cree, esto es lo que quiero decir: En un sentido importante, sí que tenemos «una economía de la exclusión y la inequidad». Pero no es una economía basada en el libre mercado, sino más bien en el intervencionismo, el corporativismo, el capitalismo de amigotes, o simplemente en el capitalismo, es decir, la derogación del libre mercado en nombre de intereses particulares, en su mayoría relacionados al mundo de los negocios. El sistema imperante está plagado de exclusión y desigualdad, y sus víctimas son las personas más vulnerables de la sociedad. Es fácil pasar por alto esta realidad porque el sistema produce un gran volumen y variedad de bienes de consumo a los que incluso las personas de bajos ingresos pueden acceder. (El sistema depende de los consumidores, aunque sin la intervención gubernamental podríamos esperar que los precios fuesen aún más bajos).
Es cierto que aquellos a los que llamamos «pobres» en este país tienen productos para el hogar de los que carecían la mayoría de las personas de clase media hace 40 años, y muchas cosas que nadie tenía hace menos de 20 años debido a que no se habían inventado todavía. También es cierto que la pobreza en todo el mundo ha disminuido mucho en las últimas décadas, gracias a la desaparición de la planificación central y la introducción de reformas de mercado limitadas (que sin embargo no están a la altura del «sistema de libertad natural» de Adam Smith, que si se aplicase consistentemente incluiría una reforma agraria).
Pero estas no son las únicas medidas del bienestar. A la gente se le excluye y se le trata de manera desigual en la medida en que los gobiernos le impiden romper con el empleo asalariado tradicional (y, en el contexto actual, opresor) y establecerse por cuenta propia o en empresas cooperativas con sus pares. La perspectiva de trabajo por cuenta propia, particularmente entre las personas de bajos ingresos educados en el sistema público administrado por el gobierno es casi nula, debido a la estructura impositiva, la regulación de productos, licencias ocupacionales, la zonificación y otras restricciones y exclusiones de uso del suelo, normas de construcción, de máxima densidad residencial y otros requisitos que fomentan el crecimiento urbano desmesurado, límites a los vendedores ambulantes y a los taxis, leyes de salario mínimo, la «propiedad intelectual», entre otros muchos factores. El gobierno tiene miles de maneras de encarecer lo que se entiende por una subsistencia cómoda. Todo esto se decreta en nombre de intereses creados que quieren preservar sus ventajas actuales.
«Mientras más pobre es uno, más necesita acceso a alternativas informales y flexibles, y más se necesita la oportunidad de dedicarse a buscarse la vida creativamente. Cuando el estado impide eso, condena a los pobres a la existencia aislada típica de los guetos», escribe Charles W. Johnson. (Véase su ensayo «Cómo el Gobierno crea la Pobreza tal como la Conocemos», y «El Gobierno no es Amigo de los Pobres» de Gary Chartier).
Estamos hablando de un tipo de exclusión y desigualdad especialmente vicioso. Y no cabe esperar que mejore con teléfonos inteligentes baratos o televisores de pantalla grande equipadas con TiVos. Esas cosas puede que alivien un poco la tortura de trabajar bajo la autoridad arbitraria de otra persona en un empleo que nubla la mente, pero no rectifican la injusticia ni derogan los peajes que el Estado erige en el camino hacia el progreso individual.
En otras palabras, el Papa se equivoca cuando dice que «hoy todo entra dentro del juego de la competitividad». Es precisamente esta supresión legislada y prohibición de la competencia lo que provoca que «grandes masas de la población se vean excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida».
No hay demasiada competencia, sino muy poca, ya que la supresión de la competencia es la herramienta con la que los que tienen acceso al poder político mantienen a raya a sus rivales potenciales. Como se ha señalado, estas restricciones hacen que las personas de bajos ingresos (y otras) dependan de un empleo asalariado: las regulaciones gubernamentales eliminan en gran medida al auto-empleo y a las empresas cooperativas como alternativas a un puesto de trabajo, lo que disminuye el poder de negociación de los trabajadores y los deja más vulnerables a los caprichos de empresas sobredimensionadas, jerárquicas y políticamente protegidas, por no hablar de las recesiones en la economía y el desempleo estructural resultante provocados por los bancos centrales de los gobiernos y el favoritismo inflador de burbujas. (Gracias al costo cada vez menor de las computadoras y otros bienes de capital, es cada vez más factible que la gente arranque empresas de manufactura casera. Para más detalles sobre las posibilidades en ese sentido, consultar La Revoulción Industrial Casera de Kevin Carson).
Así que cuando el Papa escribe que nuestros problemas sociales son el resultado de «ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados», comete un grave error. La autonomía del mercado fue comprometida desde el principio por aquellos que usaron el estado para asegurarse privilegios que no hubiesen podido obtenerse en un mercado liberado.
Cuando dice «En este sistema que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta», se contradice a sí mismo. Una de las cosas que fue devorada hace mucho tiempo, precisamente porque era un obstáculo para los beneficios empresariales políticamente inflados, lo que los economistas denominan «rentas», es el el libre mercado. (Esto también ha tenido implicaciones ambientales, como cuando las cortes del siglo XIX decidieron darle prioridad a la industrialización sobre las protecciones a la propiedad inherentes al derecho común).
Por último, el Papa muestra su confusión cuando en un solo párrafo equipara el libre mercado con los «los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante». Cualquiera sea la manera que uno quiera llamar al sistema económico imperante, tal como lo he demostrado aquí, no puede ser «libre mercado». En un mercado liberado no habría dominio eminente (cuyas víctimas son los más desfavorecidos económicamente), subsidios, rescates corporativos, especulación alimentada por la deuda del gobierno, y todos los obstáculos para el progreso individual mencionados más arriba. (Esta no es la primera vez que llamado la atención del Vaticano acerca de ideas de libre mercado. Ver esto.)
La preocupación del Papa por los pobres y excluidos es acertada. No debemos tolerar su condición o sus causas. Pero lo que los pobres y los excluidos necesitan son libertad y mercados liberados – mercados realmente libres, no «el sistema económico imperante» – para que puedan liberarse de la opresión que les impide progresar.
Cuando el Papa se lamenta de que las ideologías dominantes violan «el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común», hay que hacer un gran esfuerzo para reprimir las ganas de reír. ¿Cuándo han velado los estados alguna vez por el bien común? Son los estados y sus patrones elitistas los que preservan la exclusión y la desigualdad que el Papa aborrece, impidiendo la cooperación social inherente a los mercados liberados y el surgimiento de la prosperidad de abajo hacia arriba (en lugar de a través de mecanismos de derrame) que facilitan. Son los estados los que encarnan el peor sentido del principio de la «supervivencia del más apto», definiendo «apto» en términos de destreza en la navegación de los pasillos del poder. Sabemos muy bien quiénes son incluidos y quiénes quedan excluidos en ese proceso.
Artículo original publicado por Sheldon Richman en la Future of Freedom Foundation el20 de diciembre de 2013.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.