The following article is translated into Spanish from the English original, written by David S. D’Amato.
Un titular de la revista Time del viernes 8 de Julio decía que “los protestantes en Egipto volvieron a la carga, pero no hablan con una voz única”, señalando que aunque “todos los protestantes se quejaban del ritmo en que se estaban llevando a cabo los cambios políticos”, todavía existían diferencias de opinión. Desde que el ex-presidente Mubarak dejó el cargo hace cinco meses, el ejército egipcio (el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas) ha estado a cargo del país.
Es por esto que el cambio de régimen hasta ahora ha fallado en cuanto a implementar el tipo de cambio prometido por la Primavera Árabe. Pero en realidad los levantamientos a lo largo y ancho del mundo árabe se basaron más en nociones amplias de transparencia y democracia que en una versión particular y definitva. En lugar de lamentar que las protestas hayan sido una turbulenta melange de puntos devista (y no una canción armoniosa y unificada), podríamos aprovechar la ocasión para celebrar las diferencias de opinión.
Que los individuos que componen la sociedad no compartan una visión singular y coordinada nunca debe ser interpretado como que la organización pacífica y la armonía social son imposibles. Los anarquistas de mercado ven el amplio rango de diversos intereses y opiniones como una fortaleza de la sociedad, no una debilidad. Como algo con lo que no se debe interferir, ni tratar de sofocar o controlar.
Al menos desde el punto de vista prescriptivo, el anarquismo de mercado es muy simple, requiriendo únicamente que la gente se relacione entre sí en condiciones de igualdad, independencia y autonomía, con los mismos derechos y libertades. Mientras que el sistema social del estado se construye sobre la base de una extensa red de invasiones a la libertad individual, el anarquismo de mercado signific aque la sociedad se construiría sobre la colaboración y los intercambios voluntarios de valor.
El estado está diseñado para forzar a la gente a llevar a cabo intercambios que de otra manera no realizarían de no ser víctimas de fraude o coacción, para estructurar las relaciones económicas de tal manera que una de las partes pueda aprovecharse de una posición de poder totalmente injustificada. La explotación depende en última instancia de la coerción, una interferencia agresiva capaz de abrumar la capacidad de juicio de las personas acerca de qué tipo de conexiones, económicas o de otra índole, les gustaría forjar.
El estado es la encarnación de dicha coerción, la institución que goza del privilegio del monopolio sobre el uso de la fuerza en la sociedad. A pesar de que la gente hace uso de la fuerza todo el tiempo, desde aquellos que asaltan bancos hasta los que cometen asesinatos, lo que diferencia al estado es que mientras que todos condenamos debidamente a los asaltantes de bancos y a los asesinos, aprobamos al estado como una institución legítima.
El estado es a veces concebido como el representate de la sociedad como un todo, y como el servidor de los intereses del público en la organización de servicios o en roles que la gente supuestamente no podría o querría desempeñar sin él. Pero como escribió Murray Rothbard, “Tratar a la sociedad como una cosa que decide y actúa… sirve para obscurecer las verdaderas fuerzas en acción”.
En particular, el estado egipcio definitivamente sirve a un propósito, pero en lugar de servir a los intereses de la sociedad en su conjunto, o incluso a la mayoría de la gente, sirve a los intereses de una pequeña y poderosa élite. Sin que sea necesaria una acción consciente y concertada, lo cual podría sugerir un tenebroso cabal de conspiradores, el estado sirve a la clase de personas que están íntimamente ligados a su funcionamiento.
Esa gente resulta ser la clase de los más ricos y mejor conectados que ocupan no sólo las oficinas legislativas y burocráticas de Egipto, sino también los más altos niveles de sus corporaciones. Por eso no debería sorprendernos que ellos recurran a los medios coercitivos del estado para cimentar su poder social y económico en lugar de, por ejemplo, crear un marco para la genuina y justa competencia.
Intentar forzar el orden en la sociedad, esa cosa inefable compuesta de todas nuestras humanas idiosincracias, siempre resultará en el desorden del estado y su clase gobernante. La anarquía de mercado sería un orden espontáneo que emergería de la mezcla no-violenta de nuestras voces. “Una sola voz” es innecesaria e imposible. A los egipcios y a sus sociedades les puede ir bien, les puede ir mejor, sin el conductor arbitrario del estado forzando a los muchos a cantar la canción de los pocos.
Artículo original escrito por David S. D’Amato el 10 de julio de 2011.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.