Alienación, Privación, y Juego

Por Alexander Migursky. Título original: Alienation, Deprivation, and Play, 24 de Octubre, 2025. Traducido por Félix Hallowkollekt.

En intentar comprender la parálisis moral que debilita la energía revolucionaria tan esencial para nuestra supervivencia colectiva – una energía que no encuentra lugar dentro de los estrechos confines ideológicos del realismo democrático – nos encontramos volviendo, casi por reflejo, al concepto marxista de alienación. Esta idea se refiere a más que simples condiciones económicas: trata sobre la estructura misma de la subjetividad moderna, abordando (ambas) direcciones, psicológicas y político-económicas.

Marx argumentó que toda labor es una forma de objetificar nuestro “ser-especie” – nuestro potencial y capacidades humanas sustanciales. Este proceso, sin embargo, requiere una especie de auto-separación: los trabajadores deben ser temporalmente aislados del mundo que están ayudando a moldear, tan solo para ser últimamente expropiados del producto mismo de su labor. En una economía de mercado, esta pérdida toma la forma de una mercancía, volviéndose el agente principal a través el cual el trabajo es reclamado, comprado y vendido.

Esto es porque la mercancía encarna no solo recursos materiales, sino también el tiempo, la energía, la capacitación e incluso la vida del trabajador, su intercambio representando una pérdida aún más profunda. La naturaleza, el trabajo, el tiempo y el cuerpo – incluyendo la subjetividad ajena -, comienzan a ser percibidas como alienígenas, fuerzas externas que confrontan al trabajador agresiva e indiferentemente. Esta experiencia corroe la actividad productiva y la individualidad en sí misma, que Marx observó como formada a través de una relación con las dimensiones universales de nuestra humanidad compartida.

Si todo lo que producimos está destinado a ser perdido – o alienado -, entonces nuestra fuerza de trabajo – la base misma de nuestra existencia física -, nos define como trabajadores puramente. Nuestra supervivencia se vuelve dependiente en sistemas y fuerzas con las que estamos en conflicto fundamentalmente. Si la esencia humana es expresada a través de las formas condicionadas históricamente de la actividad transformativa – como Marx creyó -, entonces la alienación, lejos de ser un efecto secundario del capitalismo, debe ser entendido como su causa sui – de hecho, el origen mismo de la propiedad privada.

Así, pues, mediante el trabajo enajenado crea el trabajador la relación de este trabajo con un hombre que está fuera del trabajo y le es extraño. La relación del trabajador con el trabajo engendra la relación de éste con el del capitalista o como quiera llamarse al patrono del trabajo. La propiedad privada es, pues, el producto, el resultado, la consecuencia necesaria del trabajo enajenado, de la relación externa del trabajador con la naturaleza y consigo mismo.

El método de Marx es diferenciado de los socialistas Ricardianos por su esfuerzo de trascender leyes económicas identificadas superficialmente – como, por ejemplo, la tendencia del trabajo humano a devaluarse conforme aumenta la productividad – en su lugar, busca las raíces antropológicas profundas de la alienación y explotación económica. Marx, aplicando materialismo dialéctico al análisis de la producción, desarrolló un marco conceptual para entender la evolución de las relaciones sociales: un proceso marcado por la emergencia y la superación eventual de varias formas de alienación, relacionadas cercanamente a los cambios en los sistemas económicos.

Desde una perspectiva psicológica, cada época histórica trae consigo sus propias formas características de malestares mentales – desordenes, que reflejan el modo dominante de producción, las herramientas y tecnologías empleadas y las formas específicas en las cuales los individuos experimentan o perciben alienación, a través de la pérdida o apropiación del producto de su trabajo. Hoy, mientras las economías capitalistas entran a lo que muchos consideran su fase terminal – impulsada por la especialización (y división) extremas del trabajo, el poder monopólico de las corporaciones y la virtualización de la vida social – la alienación alcanza niveles impensados. Esto se debe a la misma lógica de la producción permeando absolutamente todos los aspectos de la vida, volviendo nuestras emociones y experiencias privadas en mercancías dentro del mercado digital.

De acuerdo con Marx & Engels, la expansión global de la logística bajo el capitalismo, incluso siendo un vehículo para la subsunción, también contiene las semillas de la emancipación. Crea el potencial para los oprimidos a superar su dominación a través de la propiedad colectiva de los medios de producción, ahora gestionados democráticamente. En teoría, esta transformación abriría la puerta a una completa realización del potencial humano.

Sin embargo, ¡una pregunta crítica se mantiene sin responder! ¿Cómo puede la labor – qué es, por su naturaleza, alienado (y aún más a través del intercambio en el mercado) – volverse realmente “emancipado” preservando una base industrial fundada en la división del trabajo y los sistemas políticos que la sustentan? ¿Qué es la labor, más allá de una expresión de nuestro “ser-especie,” si requiere intervención constante en la lógica auto-reproducible de la sociedad capitalista para volverse una praxis emancipatoria? ¿Y por qué no deberíamos sospechar que, en atribuir un estado ontológico a la alienación dentro de la labor, Marx esté razonando en un modo típico del personaje que él cuidadosamente llama el “no trabajador” – en otras palabras, el burgués?

Por de pronto hay que observar que todo lo que en el trabajador aparece como actividad de la alienación, aparece en el no trabajador como estado de la alienación, de la enajenación.

En segundo término, que el comportamiento práctico, real, del trabajador en la producción y respecto del producto (en cuanto estado de ánimo) aparece en el no trabajador a él enfrentado como comportamiento teórico.

Tercero. El no trabajador hace contra el trabajador todo lo que este hace contra si mismo, pero no hace contra sí lo que hace contra el trabajador.

Marx implícitamente culpa al sujeto explotado por las formas irracionales en las que se reproducen y se sustentan a sí mismos a través de la labor al retratar la existencia económica como un “estado de alienación.” Al hacer eso, él ignora en gran parte la “actividad de alienación” – es decir, las fuerzas externas que coaccionan al trabajador a producir más de lo que es necesario tanto para sí mismo como para su comunidad inmediata de intercambio. La labor, que por su naturaleza envuelve una relación concreta y práctica entre el trabajador y el qué, cómo y por qué algo es hecho, es despojado de su matiz psicológico que puede distinguirlo del juego o trabajo mecánico por Marx.

Este desprecio por lo emocional y motivacional de la labor permitió a Marx tratar las relaciones del trabajador con la producción como “teóricos” – es decir, como algo conformado enteramente por la lógica interna del sistema económico en lugar de las intenciones subjetivas o conflictos internos. Al minimizar el impacto de los intercambios individuales y las motivaciones personales, Marx gradualmente le niega al trabajador la autonomía que muchos de nosotros buscamos a través de la participación en la vida social, la libertad de aprender, de desarrollar habilidades y ofrecer los productos de nuestra labor a otros en nuestros propios términos.

En este sentido, la economía política clásica brindó más atención a las motivaciones subjetivas de los agentes en el mercado. Adam Smith, por ejemplo, definió el “precio real” de una mercancía como la labor y el esfuerzo que uno está dispuesto a sacrificar para obtenerla. El cálculo del riesgo – entendido como la pérdida potencial de los recursos de uno mismo: incluyendo herramientas, tiempo, salud, habilidades e incluso convicciones morales – nos permite distinguir entre diferentes modos de actividad productiva y preservar el trabajo como una inversión humana significativa.

Los marginalistas – construyendo desde la perspectiva de Smith -, expandieron la definición de la labor para incluir cualquier actividad que requiera un esfuerzo físico o mental que – mientras dolorosa o pesada en el momento presente-, es creída por el sujeto como necesaria para una recompensa futura. La labor, en esta visión, ofrece una satisfacción pospuesta – en la forma de perfeccionamiento, logros, reconocimiento social o paz psicológica. Una persona se involucra en la labor sólo si sus recompensas eventuales representan una ganancia mayor respecto a los placeres perdidos en el presente. Cuando esta satisfacción pospuesta falla en materializarse, toma lugar la utilidad negativa: el sujeto remueve de la labor para preservar sus recursos restantes.

Esta variación define el límite entre la labor y la obra. Mientras que la labor es una actividad justificada por proveer experiencias sociales, morales, intelectuales y económicas positivas en el corto plazo, la obra es definida por un aumento progresivo en los costos morales, sociales, intelectuales y económicos que por último desplazan cualquier satisfacción indirecta – volviendo a la labor coerción, antes que una auto-expresión creativa. La obra es la forma más común de empleo en el sistema capitalista de producción, caracterizada por la prestación perpetua del rendimiento de uno mismo a los propietarios de capital sin el derecho a disponer de los productos de la labor propia.

La historia del capital es inextricable de la expropiación masiva de los medios de producción, de reclamos legales de propiedad y libertades políticas. La involucración directa del Estado en redistribuir los productos de la labor y modelar las organizaciones económicas – con una lógica de favoritismo de clase detrás -, abrió las puertas para la plena extensión de la industrialización, la sobreproducción y la consolidación de las relaciones de propiedad – a través del derecho exclusivo a la propiedad privada. Para la mayoría, este tensado de las barreras de entrada al mercado y su integración forzada dentro del sistema industrial marcó un acto fundacional de las formas modernas de aislamiento social, agravándolas de los modos más tradicionales para la formación de sujetos.

Adam Smith equiparó todas las formas de exclusión social con la negación de los artículos necesarios – los bienes materiales y simbólicos cuya posesión constituye la condición de ser reconocido como plenamente humano. Ser excluido no es meramente una pérdida en el acceso a los recursos, sino experimentar una deformación psicológica: un profundo sentido de incongruencia entre uno mismo y las normas de la comunidad de uno mismo. En el contexto del mercado, este sentimiento de desplazamiento – exacerbado por la marginalización de género, sexual, nacional, política o económica – desempareja el potencial de uno mismo para negociar, evaluar los riesgos y realizar decisiones significativas. Consentir a la obra bajo esas condiciones no es, como Marx describió, simplemente el resultado de alienación estructural – sino el resultado de una privación social prolongada, que erosiona las capacidades y produce una experiencia vivida de pobreza, no solo de medios, sino de posibilidades.

No es sorpresa que la mayoría de desasosiego político en la sociedad contemporánea sea directamente proporcional con la aceptación de leyes represivas o la remoción de los derechos ciudadanos. Las privaciones causadas por políticas discriminatorias no solo reducen la participación política – sino que estrechan el rango de oportunidades económicas -, forzando a las personas a aceptar condiciones de trabajo deplorables en mercados crudamente regulados por el Estado para mantener un sentimiento mínimo de dignidad humana dentro del orden simbólico que ha sido moldeado por el Estado y el poder corporativo. El orgullo en la labor de uno se vuelve increíblemente difícil cuando esa labor – ahora imbuida con valor existencial -, puede en cualquier momento ser criminalizada, vuelta obsoleta o destruida completamente.

Esta privación es reafirmada ideológicamente a través de la glorificación moral de la obra y la devaluación de formas alternativas de actividad humana. El único contra-argumento típicamente reconocido a la obra como coerción productiva, o a la labor como una inversión de carácter autónomo y creativo, es el juego: la interacción social voluntaria valuada por el placer que provee el acto en si mismo, sin una preocupación por los resultados. En las sociedades de clase, el juego es discursivamente suprimido para reforzar las jerarquías de estatus – separa al “adulto” del “niño” -, independientemente de la edad biológica. “Volverse adulto” es – supuestamente -, renunciar a los intereses infantiles a favor de la obra. Como resultado, áreas enteras de la actividad humana deben conformarse a los modelos capitalistas de organización – definidos por productos con demanda elástica -, solo para sobrevivir y mantener su legitimidad social.

Paralelamente, formas de empleo que no profundizan los lazos interpersonales ni apoyan modelos más inclusivos de humanidad provocan rechazo en aumento – ambos de la labor en sí misma y de la identidad adulta -, entendida como la acumulación de experiencia necesaria para evaluar los costos de las acciones de uno mismo y de los demás. La supresión del juego “sin sentido” refleja el empobrecimiento de la vida social bajo el capital.

La privación – agravada por la interferencia sustentada del Estado en los intercambios de mercado, las estructuras sociales, los valores culturales y las relaciones interpersonales -, ofuscan la visión de una existencia sin cadenas. La mayoría del contacto social es sobrecodificado por los residuos simbólicos de la represión institucional. La ausencia de confianza moral – sea en las capacidades personales de uno mismo o en el reconocimiento comunal -, nos vuelve dependientes en actores políticos cuya legitimidad yace en sistemas electorales corruptos. La capacidad del mercado, la representación de grupos vulnerables y la transformación de normas morales son dejadas de lado por sus monopolios en la toma de decisiones y la relocalización de recursos.

En contraste, la actividad en los libres mercados – emergiendo como un medio para evitar modos de intercambio captivos, falsificados e impuestos por el Estado -, puede ser genuinamente subversiva. Promulga la creación de formas alternativas de sociedad, la auto-realización profesional fuera de formas de empleo convencionales y la fundación de ahorros de ayuda mutua que permiten a investigadores independientes, artistas y músicos a dedicarse a actividades creativas sin rendir cuentas a la burocracia o al balance financiero con constante preocupación.

Libre mercado – en este sentido -, recuerda al movimiento de Giorgo Agamben a disolver la contradicción entre medios y fines – la contradicción que paraliza la imaginación moral. Como una declaración discursiva de la interacción social no-coercitiva, el libre mercado proporciona herramientas de lucha que no son un fin en sí mismas, por lo tanto preservando la capacidad de una utopía de absorber las contradicciones y mantenerse abierta a la transformación dentro de los límites de la sociedad.

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