Nota: Este artículo fue escrito para la ocasión del Día de la Conciencia Negra en Brasil.
Oficialmente, la esclavitud en Brasil, el último país de la América independiente en la que todavía existía essa institución para entonces, se abolió el 13 de mayo de 1888. Sin embargo, la aristocracia nunca firmaría una ley que resolviese los problemas de las personas de raza negra, a las que, durante siglos, robó de su dignidad y mano de obra. Se había preparado y moldeado el ambiente durante 40 años de manera que la abolición pudiese proceder de la mejor manera posible para los propietarios de esclavos.
Sometido a la presión de Inglaterra, Brasil se había estado moviendo en la dirección de la abolición durante mucho tiempo. La más famosa e ineficaz de las llamadas “leyes para los ingleses ver” (una expresión todavía usada en el país con la que se designan las leyes completamente vacías pero rimbombantes) fue la Ley Feijo, promulgada en 1832 y que daba libertad nominal a los esclavos que trabajaban las tierras de Brasil. Pero no fue hasta 1850 que la Ley Eusebio de Queirós prohibió el tráfico de esclavos. Por más que la esclavitud estuviese agonizando, se tomaron varias medidas para extender su vida.
En 1871 se aprobó la llamada Ley de Vientres Libres, “liberando” a los hijos de los esclavos, que serían “cuidados” por sus amos o por el Estado hasta los 21 años de edad en una condición de esclavitud de facto. En 1885 la Ley de los Sexagenarios “liberó” a los esclavos de más de 65 años de edad, en realidad dándole licencia a sus propietarios para descartarlos. Por último, la “abolición” se produjo con la aprobación de la “Ley Áurea”.
Es de esperar que medidas como las anteriores preservarían los privilegios de los blancos, pero ninguna llegó a parecerse en su inhumanidad perpetuada hasta nuestros días a la menos conocida “Ley de Tierras”.
Sancionada solo dos semanas después de la Ley Eusebio de Queirós, la ley número 601 del 18 de septiembre de 1850 estableció el fin de la libre ocupación de la tierra: no podría convertirse en propiedad por ocupación y transformación a través del trabajo, sino que tendría que ser comprada al Estado. La tierra ya ocupada sería sometida a ciertos requisitos de uso o revertiría al Estado y se vendería a su discreción.
Esta ley no solo impidió que los antiguos esclavos se apropiasen de la tierra a través de su trabajo, sino que también estipuló subsidios gubernamentales para la colonización extranjera del país, que trajo mano de obra extranjera y devaluó aún más el trabajo de las personas de raza negra.
Cuando se produjo la abolición los negros fueron abandonados a su suerte sin indemnización, reparación o tierra alguna – a pesar de que no hay valor que puediese compensar la injusticia de vidas enteras de trabajo forzoso. No se les permitió trabajar las tierras, pero tampoco tenían dinero para comprarlas directamente al Estado (que de todas maneras tenía el poder de determinar quiénes serían los nuevos propietarios de la tierra y las personas negras no tenían ninguna prioridad en ese sentido). La única opción que tenía la población negra era huir a las ciudades para vivir en casas de alquiler y vender precariamente su trabajo a cambio de salarios de esclavitud.
El espíritu contemporáneo de la época ya demandaba el fin de la esclavitud, pero Brasil impuso todos los obstáculos posibles al movimiento abolicionista. Estos obstáculos moldearon las oportunidades que tendría la gente negra y perpetuó el privilegio blanco.
Cuando miramos a nuestro alrededor en el Día de la Conciencia Negra nos damos cuenta de que el color de la piel de los pobres, marginados y explotados en nuestra sociedad es diferente del de las élites. Esto no sucedió por casualidad: fue el resultado de una serie de medidas destinadas a mantener a la población negra en la sumisión.
En 1900, el gran abolicionista y libertario Joaquim Nabuco declaró en su autobiografía: “La esclavitud permanecerá por mucho tiempo como la característica nacional de Brasil”. Y tenía toda la razón.
Artículo original publicado por Eduardo Lopes el 20 de noviembre de 2014.
Traducido por Carlos Clemente a partir de la traducción al inglés de Erick de Vasconcelos de la versión original en portugués, escrita por Eduardo Lopes.