En un receinte artículo escrito en The American Conservative, William Lind se lamenta de la tendencia que parecen seguir los recientes levantamientos en Oriente Medio. “El peor resultado posible… es la desintegración total de los estados, o el que sean reemplazados por estados ficticios como en Irak ó Afganistán”.
¿Pero qué tan malo puede ser eso? Veamos un par de las objeciones de Lind:
“En los territorios que eran estados reales”, dice Lind, “el poder se devuelve a muchas endtidades no estatales”.
¿No es esa, literalmente, la meta que Lind perseguía como Director del Centro para el Conservadurismo Cultural en el Free Congress Foundation? La Declaración para la Independencia Cultural de esa institución rechaza la política estatal y compromete a sus seguidores a “la creación de una estructura completa de instituciones culturales paralelas”. De hecho, esas “instituciones culturales paralelas” son de una variedad específicamente judeo-cristiana. Pero al parecer, por estos días Lind está preocupado de que el poder sea devuleto a “sectas y religiones”.
Nos advierte de que “internamente, la guerra se convierte en una situación permanente”. A lo que yo no puedo evitar responder, “¿Es que acaso no lo fue así siempre?”. La “guerra de todos contra todos” de Hobbes, si es que alguna vez existió, no terminó con la aparición en escena del Leviatán. El estado moderno simplemente armó a la clase política a expensas de la clase productiva, luego sistematizó la matanza y, con excepción de las espectaculares masacres del holocausto de Hitler, el reino del terror de Stalin, el Gran Salto Adelante de Mao y los Campos de la Muerte del Pol Pot, regula su intensidad doméstica a un nivel más llevadero y sostenible que el de la guerra total entre estados.
Sin embargo, es cuestionable si la “guerra de todos contra todos” ocurrió alguna vez, al menos al nivel de horror que Hobbes clamaba. Lind cita a Somalia como un equivalente moderno, pero la característica más sobresaliente de Somalia es cuan pacífica es cuando los estados extranjeros y sus cipayos domésticos no tratan de imponerse a su estructura social no estatal, basada en los clanes.
La verdadera escencia de la objeción de Lind a la anarquía parece ser que “externamente, no hay nadie con quien otros estados puedan relacionrse”, y dice ésto como si se tratase de una falla. Yo lo considero una característica.
¿Qué tipo de “relaciones” se llevan a cabo entre los estados? La forma menos onerosa de relación interestatal, el mínimo, es una un trueque continuo, entre las clases políticas, de la riqueza robada a las clases productivas.
De ahí en adelante, todo empeora, hasta llegar a un estado de guerra total que hace ver cualquier estado concebible de “guerra de todos contra todos” como un partido amistoso de rugby: ejércitos masivos (compuestos de soldados que fueron engatuzados, o forzados a participar en la guerra, todos provenientes, por supuesto, de la clase productiva — para encontrar a los miembros de la clase política, todo lo que hay que hacer es buscar en la sección “ubicaciones encubiertas” del directorio) enfrentados con armas terribles que solo la mente psicótica de los monaguillos del estado pueden llegar a imaginarse, o a mantener el nivel de megalomanía necesario para invertir la enorme cantidad de riqueza malhabida necesaria para desarrollarlas.
¿De verdad necesitamos un estado para “relacionarse” en nombre nuestro? Usemos un poco de esa judeo-cristianidad que tanto le gusta a Lind, para que nos entienda:
“Ustedes dicen: Hemos hecho una alianza con la Muerte, hemos establecido un pacto con el Abismo. Cuando pase el flagelo desencadenado, no nos alcanzará, porque hemos hecho de la mentira un refugio y nos hemos amparado en el engaño”… (Isaías 28:15)
Ese es el pacto que Lind propone como contrapeso de la anarquía pura y dura.
No gracias.
Artículo original publicado por Thomas L. Knapp el 30 de marzo de 2011.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.