[El título original de la entrada en inglés era un juego de palabras en inglés, con el nombre Apple (la manzana, pero también la empresa) intraducible: este traductor se ha tomado la licencia de alterarlo, con la esperanza de no estorbar]
Para la mayoría de la gente, la palabra “anarquía” evoca visiones de caos (desorden caracterizado por la violencia y el terror) y, sinceramente, los que nos denominamos “anarquistas” tenemos parte de culpa. Al predicar nuestra creencia en una “sociedad sin estado”, enfatizamos el segundo sintagma y olvidamos lo primero. Nuestras críticas al Estado se llevan la parte del león, y las alternativas quedan más bien en un segundo plano, silentes.
Tenemos una “excusa” para ello: las alternativas plausibles al Estado son varias y variadas. Si eliminamos el yugo del gobierno sobre la sociedad, ¿quién sabe qué será lo siguiente que aparezca? Sin embargo, las excusas son… bueno, ya se sabe. Todo el mundo tiene una y todas apestan. Es completamente normal que un escéptico asuma, en ausencia de argumentos que le persuadan de lo contrario, que la anarquía es la caja de Pandora, más que un billete dorado de la fábrica de chocolate de Willy Wonka.
La historia sólo nos ayuda parcialmente a la hora de visionar una sociedad sin Estado. Las sociedades de antes y de ahora que no lo poseían pueden catalogarse en dos tipos: sociedades primitivos que nadie desearía habitar a día de hoy (la antigua Islandia) y Estados fallidos rodeados y en continua pugna con otros Estados (Somalia y Afganistán serían dos ejemplos).
Estos ejemplos no carecen completamente de valor. A pesar de las invasiones e intentos de imposición por parte de los gobiernos de la zona, el sistema somalí se ha mostrado bastante flexible y adaptable. Sin embargo, la vida normal en Somalia consiste en darse de palos con los etíopes, los estadounidenses y los islamistas. Por otro lado, Afganistán parece estar respondiendo a la pregunta de si una sociedad sin Estado puede permanecer sin él (a menos que se considere que un “gobierno” que controla algunos barrios de Kabul y un par de comisarías fuera de la ciudad, y todo ello sólo con la ayuda de una enorme fuerza multinacional de ocupación, puede dar paso a un Estado viable).
Evidentemente, esto no es suficiente. Nadie quiere vivir en Somalia o Afganistán. La gente normal desea paz, libertad, prosperidad, seguridad, estabilidad y progreso. Demostrar que el Estado no ofrece nada de eso, o que ofrece un poco de cada a expensas del resto, sólo es un primer paso. Si no se ofrece algo positivo, el anarquista queda como un cerdo gruñón.
En un artículo de 1000 palabras no voy a lograr fundamentar que la anarquía significa lograr todas esas cosas. Sin embargo, sí puedo introducir un pequeño ejemplo ilustrativo sobre el “progreso”. Tengo en mente un electrodoméstico, disponible tanto en versiones gubernamentales como privadas, por lo que son comparables. Ese electrodoméstico es donde estoy escribiendo esta pieza y donde muy probablemente usted lo esté leyendo ahora: el ordenador.
Sin duda, el Estado estadounidense puede reclamar parte del mérito de inventar el ordenador. El primer computador electrónico de propósitos generales fue el ENIAC [siglas inglesas de Computador e Integrador Electrónico Numérico], desarrollado por el ejército para hacer cálculos en el diseño de la bomba H. El ENIAC, desvelado poco después del final de la II Guerra Mundial, era el descendiente de otros aparatos diseñados para procesar información dentro de una serie de importantes esfuerzos del ejército estadounidense. Costó medio millón de dólares de 1946, lo que hace unos cinco millones y medio actuales.
La historia de la informática desde el ENIAC hasta los 70 fue: altos precios, pocos progresos. Las computadoras eran el dominio exclusivo del gobierno y del gran capital. Se las entendía como herramientas exclusivamente burocráticas, y las tarjetas con huecos que se usaban para procesar se convirtieron en un símbolo de la alienación del individuo, reducido a un trozo de plástico.
Por el submundo marginal y anárquico de los geeks, los locos de los ordenadores, estaban pasando cosas más interesantes. La historia es demasiado compleja como para abordarla aquí (les recomiendo Hackers, de Steven Levy, si tienen interés en el tema) pero a finales de los 60 y principios de los 70, un par de críos y aficionados estaban transformando los ordenadores en algo que ni el Estado ni los grandes consorcios podían imaginar: de hecho, ni siquiera podían imaginar para qué servía.
En un garaje californiano, en 1976, dos aficionados crearon una máquina bastante más potente que ENIAC sin un sólo dólar ni supervisión del gobierno, y la pusieron a la venta por 666,66 dólares, unos 2500 dólares de hoy. Cuando Steve Wozniak presentó el ordenador “Apple I ” a sus jefes en Hewlett Packard, no mostraron interés. Cuando los ejecutivos de IBM se enteraron de la existencia de un “ordenador personal”, no podían ver un mercado para eso.
El Estado, con enormes costes y de forma poco usable, construyó un monstruo del tamaño de una habitación que sólo servía para calcular trayectorias de lanzamiento de bombas. Por otro lado, tipos como Wozniak o Steve Jobs, sin apoyo más que de sí mismos y sus propios sueños, construyeron ordenadores que servían para… bueno, cualquier cosa que se les ocurriera a sus usuarios. Crearon una industria que hoy genera millones de empleos (muchos de ellos en los grandes consorcios que en su momento se reían del “ordenador personal” hasta que acabó siendo algo serio) y dieron paso a una nueva era de la Historia de la humanidad… sin usar la violencia para ello.
En principio parece que he expresado un argumento algo enrevesado para defender la anarquía, por lo que quiero desgranar sus tres ideas principales:
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La capacidad de visionar del Estado es limitada. En las escasas ocasiones en las que el Estado innova, lo hace exclusivamente para sus particularísimos fines, cargando la cuenta tanto al que quiere pagarla como al que no.
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La visión de futuro agregada de los individuos es mucho más amplia. Innovan continuamente para los fines que ellos mismos han escogido, y cuando innovan lo hacen para beneficiar a quienes voluntariamente deciden cargar con los costes de esas innovaciones.
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La innovación estatal y la que promueven los individuos consumen el mismo tipo de recursos. El dinero que el gobierno se está gastando para apropiarse del enésimo descendiente del ENIAC es dinero que usted no puede utilizar para comprar el enésimo descendiente del Apple 1.
El gobierno obstaculiza la innovación haciendo un mal trabajo cuando innova por sí mismo y detrayendo recursos a los que harían un mejor trabajo con ellos.
Si usted desea progreso, opóngase al Estado.
Artículo original publicado por Thomas L. Knapp el 21 de octubre de 2009.
Traducido del inglés por Joaquín Padilla Rivero.