El día del cumpleaños de mi hijo mayor lo pasé en el porche de mi casa, comiendo pollo frito y un trozo de tarta, y charlando de política con un viejo amigo de la familia que resulta ser un izquierdista inveterado. Lo pasamos bien, a pesar de que la conversación transcurrió como suele: una mezcla de bonnes mots, intercambios de sarcasmos e intentos de persuadir al otro en temas que prácticamente son dogmas.
A partir de cierto punto la conversación derivó al tema de Afganistán, y me sorprendió ver que mi amigo, tan izquierdista que votó con la nariz tapada a Obama el año pasado, no tiene claro qué pensar.
Como la mayoría de estadounidenses aprobó, aunque a regañadientes, la misión original (la destrucción de Al Qaeda) si bien considera el 11 de septiembre como una “venganza” por la actuación estadounidense, que no debiera repetirse en el futuro. Me dio la impresión de que el cambio de objetivo hacia “construir un país” no le hizo gracia, aunque no dijo mucho durante el período de El Innombrable (su furgoneta tiene una pegatina que ponía “Destituyan a Bush”; ahora “destituyan” está tachado y pone “Cuelguen a Bush”).
Sin embargo, mi amigo tiene ahora preocupaciones de índole humanitaria: si la coalición internacional se retira, ¿pasará Afganistán otra vez al dominio islamista? No lo tenía muy claro, pero relacionó el tema con Darfur, otro lugar donde sí cree que los Estados Unidos deben intervenir, por la fuerza si es necesario, para detener la tiranía y el genocidio. ¿No les parece curioso lo que un simple cambio de presidente hace en determinadas personas?
El tema se desvaneció después de mi respuesta, más por los atractivos de la fiesta (el pollo, la tarta) que por la fuerza de mis argumentos. Por otro lado, mi amigo discutió con mi otro hijo de 8 años (un anarquista bastante sofisticado sin necesidad de que su padre lo aliente, que quiere montar una tienda de videojuegos en el patio de nuestra casa) diferentes estrategias comerciales.
Mi respuesta fue del siguiente tenor: por lo que a mí respecta, el Departamento de Defensa puede intervenir en Afganistán, Darfur o donde le apetezca, siempre que consigan el dinero para esas operaciones vendiendo galletas, cupones, rifas, etc. y mientras no cometan crímenes mientras realizan esas intervenciones.
Mientras sigan robando para ello, no tienen ni los incentivos para hacer lo correcto ni la legitimidad para hacer absolutamente nada. Ítem más, incluso si su financiación fuera voluntaria, sólo sería legítima mientras acepten las reglas básicas de le ética humana: renunciar al uso de la fuerza contra alguien que no la haya iniciado, y aceptación de responsabilidad si no cumplen con eso.
Si algo define el consenso en el que una sociedad con valores puede florecer y prosperar, es el entender que el robo, el asesinato y otros modos de agresión sitúan a quien los comete fuera de esa sociedad, y en contra de ella. Si hay una base para un “contrato social”, sería que sólo eres parte de la sociedad si apartas las manos de las carteras y de los cogotes de las personas.
Sin embargo, el robo y el asesinato son dos pilares básicos de la actuación de un Estado. El Estado se sustenta a través del robo y se impone a los demás amenazándolos con la muerte. Si no hace esas dos cosas, no es un Estado. Si las hace, su existencia y funcionamiento es incompatible con la existencia de una clase de sociedad como la que se nos dice que no puede existir sin el Estado.
Artículo original publicado por Thomas L. Knapp el 28 de agosto de 2009.
Traducido del inglés por Joaquín Padilla Rivero.