Como parte de lo que se ha convertido en un eco sostenido a lo largo de la guerra, la BBC nos informa que las fuerzas occidentales mataron accidentalmente a siete civiles en un ataque aéreo en Afganistán. Entre los que murieron en el ataque, que fue ordenado por la OTAN el 25 de marzo, hay tres niños, los cuales se suman a otros nueve que murieron la semana pasada como resultado de un ataque sorpresa.
Las muertes civiles en Afganistán se han convertido en una noticia casi cotidiana a pesar de los esfuerzos que hace el Imperio Americano para ocultarlas, hasta el punto en que prácticamente pasan desapercibidas. Cuando los medios estatista-corporativos cubren estas tragedias, se apresuran a señalar que se trata de desafortunados accidentes en el esfuerzo por alcanzar fines legítimos.
Éste último caso de asesinato deliberado fue el resultado de reportes de inteligencia que indicaban que “un líder talibán y varios de sus subordinados viajaban en dos vehículos” en la provincia de Helmand. Pero un vocero de la eufemísticamente llamada Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad–el grupo de matones bajo mandato de las Naciones Unidas supuestamente “invitados” por el pueblo Afgano–admitió que “no podía confirmar” la ubicación del jefe talibán.
La verdad es que el hecho de que se logre exterminar a los talibanes, el hecho de que Estados Unidos logre “ganar” la guerra en Afganistán, es mucho menos importante que el imperio continúe teniendo algo que lo alimente. Describiendo su distopia en Mil Novecientos Ochenta y Cuatro, Orwell decía que “el único peligro genuino” para la clase que controla al estado es “educacional”, que el escepticismo hacia el poder pudiese hacer tambalear su continua dominación sobre la sociedad productiva; decía que el problema podía resolverse, o al menos combatirse, en gran medida por “el dispositivo de la guerra continua”, necesaria para “afinar la moral pública al tono adecuado”.
Para Oceanía, el súper poder de la novela, como para los Estados Unidos, la derrota de un enemigo que es “inconquistable” por definición no es ni posible ni deseada. Debido a que Afganistán, por sí mismo, no es el verdadero objetivo de la guerra, sino que el foco está en la presevación de un particular sistema político-económico, las vidas de los afganos o de los estadounidenses no importan.
Las industrias de la guerra en los Estados Unidos proporcionan una manera ideal de concentrar las ganancias de negocios “privados” en un pequeño círculo de élites, y al mismo tiempo dispersar los formidables costos en el resto de la población. Corporaciones como Lockheed Martin, Boeing, Raytheon y General Dynamics, que en la práctica se comportan exactamente como agencias del gobierno federal, le dan un inmenso impulso al estado guerrerista, y se dan un gran banquete servido por una fuerza de trabajo reclutada a la fuerza y puesta a su disposición.
La inflexibilidad de un sistema conómico monopolizado, con sus típicos problemas y desequilibrios, no son considerados en la economía de la guerra. ¿Qué más nos queda si no es proveer para la “defensa nacional”, movilizarnos en pro de la “seguridad” contra las amenazas extranjeras? La guerra es el medio por excelencia para hacer que la gente, abrumada por su obligación de llenarle los bolsillos a las élites, acepten su “deber”.
La economía corporativa protegida por el estado, estructuralmente incapaz de ajustar su producción a los deseos de los consumidores, necesita de una forma de deshacerse de una enorme cantidad de recursos. Y debido a que Raytheon y Boeing de todas maneras no producen bienes de consumo, la guerra se convierte en un mecanismo diseñado a la medida para enriquecer a la clase dirigente a costa nuestra. Por esto es que, como añade Orwell, “en nuestra sociedad, los que tienen el mejor conocimiento de lo que sucede son también los que están más lejos de ver el mundo tal como es”.
Los que están en la cima de la cumbre económica y política de los Estados Unidos, aquellos que dependen de este sistema de guerra, no pueden permitirse el ver la situación tal como es. El asesinato de civiles se convierte entonces en algo a explicar en lugar de lamentar. El costo humano es como cualquier otro costo, osea, no es asumido por por aquellos que se benefician de la empresa de la guerra.
El anarquismo de libre mercado está construido sobre la simple idea de que nadie debería poder tener a su disposición la posibilidad de agredir a nadie para alcanzar sus objetvos, que la interacción voluntaria es la forma adecuada de realcionarse para los seres humanos. La guerra y el sistema económico que se sustenta en ella, en los que las relaciones humanas se determinan por la continua necesidad de ensamblar máquinas de la muerte, son los más perfectos opuestos a esa idea.
Artículo original publicado por David D’Amato el 27 de marzo de 2011.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.