“La meta principal de la práctica política”, escribía H.L. Mencken, “es mantener a la gente atemorizada, para que acaben pidiendo protección contra una infinita serie de monstruos, todos ellos imaginarios.”
El código de colores de “nivel de amenaza” que publica el Departamento de Seguridad Interna, y que fue introducido tras los atentados del 11 de septiembre, se ajusta a la definición de Mencken como un guante: de hecho, su introducción fue contestada en muchos casos a través de esa cita. Ergo, no debería sorprender a nadie que en las elecciones de 2004, la Administración Bush presionara al secretario general de “Seguridad Interna”, el señor Tom Ridge, para usar el sistema de “nivel de amenaza” para influir en el resultado electoral.
Ridge ha publicado en sus memorias que logró resistir esa presión, pero existe cierta evidencia de que el sistema fue usado indebidamente: el “nivel de amenaza” subió inmediatamente después de la convención nacional del Partido Demócrata, solapando así la cobertura que podría habersele dado a esa convención. Más tarde se “descubrió” que la subida se basaba en informes de “inteligencia” desfasados.
Aunque este sistema particular y sus abusos son un tema de actualidad, en verdad son parte de una regla general, una norma que se ha aplicado a través de nuestra historia. La clase política, aunque tiene la fuerza bruta y la coacción como sus recursos definitivos, prefiere lograr apoyos en sus gobernados… para lo cual el miedo es su principal herramienta. Es mucho más fácil “liderar” a un pueblo que “pida protección” que machacar una resistencia masiva por la fuerza. La resistencia en el primer caso será mucho menor, y el bulto de la mayoría traerá al rebaño a los resistentes potenciales.
En verdad, tendríamos que ir hasta los proyectos de caminos y canales, o la compra de Luisiana, para encontrar un gran proyecto estadounidense que no haya sido justificado a través del miedo. La elección de Panamá como el sitio de localización de un canal que conectara el Pacífico y el Atlántico (una vieja idea del Imperio Español, que temía la competencia portuguesa en el “Nuevo Mundo”) se basó en una campaña de terror, usando como coartada falsos informes sobre un volcán que había entrado en erupción, y podría volver a hacerlo, en Nicaragua, una de las alternativas propuestas.
Todo cambia para volver a ser lo mismo. Fíjense en cualquier iniciativa política importante, y verán que la retórica de partidarios y detractores, estén dentro o fuera de la clase política, rezuma miedo. La reforma sanitaria propuesta por la administración actual se vende como la respuesta a “la crisis”, no como una oportunidad de mejorar la atención sanitaria. Por su parte, la oposición al proyecto se centra en sus aspectos más amenazadores (los “comités de muerte” y el racionamiento) en vez de en las propuestas alternativas para mejorar la sanidad.
Si la fuerza es el último recurso del gobierno, el miedo es su principal justificación, y lo ha sido por lo menos desde la época de Hobbes, que justificaba al Estado como una fuerza pacificadora, puesto que él creía, contra la evidencia que proclamaba lo contrario, que su ausencia llevaría a la bellum omnium contra omnes (“guerra de todos contra todos”).
¿Beneficia a la humanidad el vivir y actuar en un estado perpetuo y permanente de miedo? La respuesta a esa pregunta es la misma sobre si necesitamos, o debemos tolerar la existencia continuada, del Estado.
Artículo original publicado por Thomas L. Knapp el 21 de agosto 2009.
Traducido del inglés por Joaquín Padilla Rivero.