Después de años de subsidiar el consumo de energía, algo que curiosamente beneficia a la manufactura intensiva en capital, el gobierno de Brasil ha decidido elevar las facturas eléctricas en un 30% en 2015. De hecho, 30% es la proyección más optimista del ministro de Energía y Minas, Eduardo Braga. Es más probable que los aumentos sean del 40% en promedio. Braga, sin embargo, tal como lo dicta el procedimiento estándar de la administración de Dilma, prefiere divagar con promesas sin sentido hasta que la realidad se encargue de hacerlo bajar a tierra y la narrativa del gobierno se desmorone estruendosamente.
Los aumentos ya están en las facturas, señalados por las llamadas “banderas” que indican costos adicionales para la generación de energía en cada región de Brasil. Gran parte del territorio brasileño está ahora considerado como área de “bandera roja”, lo cual quiere decir que la fuente de alimentación está siendo complementada por plantas térmicas, cuyos costos más altos requieren que gastemos más dinero.
Además de los aumentos de precios, Brasil ahora vive con frecuentes apagones nacionales. Es como si hubiéramos retrocedido en el tiempo hasta 2001, cuando durante todo un mes se cortó el suministro eléctrico durante una hora diaria. En 2005, el entonces presidente Lula declaró – en otro de sus discursos megalómanos plagados de frases como “nunca antes en este país” – que Brasil nunca sufriría otro apagón. Su pronóstico no aguantó ni siquiera hasta el fin de su propia administración. En 2009 casi todo el país sufrió un apagón y Lula afirmó que los nuevos cortes de energía dependían sólo de la “voluntad de Dios”. Desde entonces, aparentemente Dios ha ordenado varios apagones cada año.
En 2015, el partido en el poder, el Partido de los Trabajadores (PT), sigue pensando que lo divino proveerá para todo, provocando la lluvia que permitirá que las plantas hidroeléctricas generen energía para el pueblo. Esto es de esperarse para un gobierno cuyo ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación cree que el calentamiento global es una herramienta utilizada por el imperialismo para controlar a los países pobres. Para el actual gobierno, la intervención del hombre en la naturaleza parece misteriosa e impredecible en sus consecuencias.
La crisis energética de Brasil se ve agravada por una crisis de abastecimiento de agua. La sequía en Sao Paulo ya ha llevado al gobierno a racionar el agua. Lo curioso, sin embargo, es que el 70% del agua de los cada vez más secos embalses va directamente a la agricultura fuertemente subvencionada. Y el 22% va directamente al sector manufacturero altamente subsidiado de Sao Paulo. El 8% restante se destina a viviendas particulares, que son siempre las que se ven obligadas a reducir el consumo.
Los subsidios agrícolas también tienen efectos indirectos sobre el suministro de agua. El cultivo de tierras del cerrado (sabana tropical) que requieren un uso intensivo del agua, y la apropiación de las tierras amazónicas, que limita la transpiración de los árboles, también influyen en la sequía de Sao Paulo. Evidentemente, el PT, que solidificó su alianza con la agroindustria mediante el nombramiento de la ruralista Katia Abreu al Ministerio de Agricultura, no tiene intenciones de hacer nada al respecto.
Lo que más impresiona en los pronunciamientos del gobierno es su visión de la naturaleza como indomable y totalmente impredecible. Cualquier acto que implica proyecciones futuras es absolutamente absurdo e inviable para el gobierno, que funciona en ciclos de cuatro años (hasta la próxima elección). Si las plantas hidroeléctricas se quedan sin agua, sólo nos queda rezar para que la lluvia lleve a las represas a sus niveles habituales. Si el agua potable se agota, solo la naturaleza puede reponer los embalses. Como miembros de una tribu para los que cualquier interferencia humana en el clima es anatema, cada solución propuesta por el gobierno es una apelación a la fortuna y la gracia divina.
Sin embargo, los políticos brasileños debrían tener cuidado. La gracia divina responde periódicamente a la convocatoria de lluvia. Y con el don de la lluvia llegan también las inundaciones de las ciudades brasileñas, en las que mueren cientos de personas y miles son desplazadas. A pesar de que eso sucede anualmente, sin falta, según el gobierno las inundaciones también son absolutamente impredecibles. Así que bueno, ¿qué podemos hacer? Pues rezar porque llueva, pero no demasiado.
Artículo original publicado por Erick Vasconcelos el 2 de febrero de 2015.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.