No es difícil percatarse de la ironía de los argumentos de aquellos que apoyan a la presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, en la disputa actual contra un grupo de los llamados “fondos buitre”, liderado por el muy litigioso Elliot Associates. Cualquiera que esté mínimamente familiarizado con los chanchullos en los que Fernández, su fallecido esposo –el expresidente Néstor Kirchner– y sus amigotes se han visto involucrados durante los últimos 11 años, tiene derecho a poner los ojos en blanco cuando escuchan al gobierno de Fernández decir que es la defensa del bienestar de los argentinos lo que los motiva a resistir el intento de los buitres de cobrar el valor nominal de los bonos que poseen, sobre los cuales el país declaró una cesación de pagos en el 2002 (fue la mayor cesación de pagos que el mundo jamás hubiese visto hasta entonces, solo superada en el 2008 por la debacle de Lehman Brothers).
Pero los primeros años de la historia política de los Kirchner son aún más relevantes que los últimos 11 años. Durante la década de los años 70, Fernández y su esposa establecieron un estudio jurídico en Río Gaellgos, en la provincia patagónica de Santa Cruz. Al estudio le fue muy bien durante esos años, sobre todo justo después de una fuerte devaluación del peso en 1980 que resultó de las catastróficas políticas económicas implementadas por la junta militar que gobernaba al país en ese entonces. Cuando las tasas de interés indexadas a la inflación sobre hipotecas se dispararon a niveles estratosféricos y la gente se vio obligada a vender sus casas a precios irrisorios, los Kirchner hicieron mucho dinero asistiendo a varios bancos en los procesos de desalojo.
Y los métodos que usaban podrían quizá calificarse como “buitrescos”. El abogado Rafael Flores –que compartió el peronismo con los Kirchner cuando regresó la democracia al país pero que se convertiría en uno de sus principales detractores durante la década de los 90– tomó el caso de la Sra. Ana Victoria de Asaet, una dedudora hipotecaria que se vio en problemas por aquel entonces y que demandó penalmente a los Kirchner, quienes se habrían quedado con sus pagarés en lugar de romperlos después del cobro. Cuando Flores se encontró con Fernández a la salida de los tribunales locales y le preguntó qué necesidad tenían ella y su esposo de hacer lo que hacían, su célebre respuesta fue que “Queremos hacer política, y para hacer política en serio se necesita ‘platita'”. Tony Montana no podría haberlo dicho mejor.
Lamentablemente, los opositores de Fernández en Argentina, muchos de los cuales se identifican como libertarios, han asumido la patética posición de defensores de los fondos buitre, llevando a cabo uno de los más descarados ejercicios de falsa retórica de libre mercado que se hayan visto en el país desde la era menemista.
Sus argumentos no son más que refritos bastante crudos del discurso publicitario de Paul Singer en Elliot Management y de otros personajes del mundo de los fondos de cobertura. Tal como lo resumió Jim Armitage en un artículo recientemente publicado en The Independent,
Los buitres argumentan que si no fuese por la presión ejercida por sus implacables e inquebrantables batallas en las cortes, los dictadores de pacotilla, los cleptócratas y los líderes populistas irresponsables no tendrían nada que temer a la hora de endeudarse hasta la coronilla, malgastar (o robar) el dinero, y después desaparecer en la distancia.
La falacia más escandalosa de esta manera de presentar el asunto es la conflación de la clase política de un país con su ciudadanía. Toda vez que los buitres logran cobrar el valor total de bonos gubernamentales impagos, los que terminan pagando son, por supuesto, los contribuyentes, los ciudadanos de a pie. Al tomar dinero prestado en nombre del pueblo, los políticos locales obtienen pingües beneficios económicos y políticos, pero jamás contribuirán a pagarlo mucho más que un ciudadano cualquiera que se gane la vida en un trabajo de verdad. ¿Cómo es que se supone que eso pudiese llegar a incentivar en lo más mínimo la frugalidad fiscal de la clase política? ¿Cómo es que los que dicen defender una noción mínimamente significativa de la libertad humana aúpan el intento de socializar las pérdidas de acreedores que voluntariamente decidieron prestar dinero a gobiernos corruptos e irresponsables? ¿No equivale eso a someter al ciudadano común y corriente a la esclavitud por deudas en nombre de los intereses de operadores financieros cómplices cómplices del poder político?
De hecho, muchos eruditos pro-Elliot de “libre mercado” están tan empecinados en hacerle la contra al gobierno de Fernández a cualquier costo que terminan defendiendo la interpretación bizarramente heterodoxa que hizo el juez Griesa de la cláusula pari passu en el contexto de los bonos de deuda soberana. Tal como lo señaló recientemente el bloguero especializado en finanazas Félix Salmon, la cláusula es un “claro ejemplo de letra chica vacía que no significa absolutamente nada en el contexto de la deuda soberana”.
La interpretación tradicional de la cláusula pari passu por los agentes del mercado en las transacciones financieras internacionales es que el principio impide a los prestatarios incurrir en obligaciones hacia otros acreedores que tengan mayores derechos de cobro que el instrumento de deuda que contenga la cláusula. Fuera del contexto de los procedimientos típicos de bancarrota corporativa, la noción de que una cláusula pari passu implica que no puede pagarse a un acreedor que goza de un nivel de derechos determinado si no se paga a todos los acreedores del mismo nivel es una falacia pura y dura.
Nadie que tenga un mínimo de sentido común y honestidad intelectual debería tratar de presentar a operadores financieros expertos en extraer rentas a través de manipulaciones legales inescrupulosas como si fuesen actores en un mercado libre que intentan hacer cumplir términos contractuales sensatos. Sobre todo, no deberían hacerlo aquellos que se identifican como “libertarios”.