En el 2007, cuando todavía nos estaba cortejando y tenía que dar la impresión de que era un tipo decente, Barack Obama dijo que “la constitución no le da poder al presidente para autorizar unilateralmente un ataque militar en una situación que no implique detener una actual o inminente amenaza a la nación”. Compárese ésto con su posición actual respecto al Acta de Poderes de Guerra.
Pero ésto no es nada nuevo. Todos los días aprece una razón más para que los progresistas se desilucionen de Obama. Tal como escribió el comentarista libertario Anhony Gregory en una columna reciente (“Why the Left Fears Libertarianism”, LewRockwell.com, 30 de junio) (“Por qué la Izquierda le Teme al Libertarismo”), en realidad estamos en el tercer mandato de George Bush.
Obama despilfarró cientos de miles de millones de dólares en programas de bienestar corporativo para la industria bancaria y automotríz, nombró al CEO de General Electric como su tzar del desempleo, y le dio cargos a “clientes fijos del estado corporativo en cuanto rol de planificación financiera centralizada hubiese que ocupar”.
Obama rompió sus promesas sobre cerrar Guantánamo y terminar con los pinchazos a mansalva de las telecomunicaciones, redobló la apuesta en Afganistán, se rehusó a ponerle freno al secuestro de prisioneros, dejó intacto el gulag estadounidense de cámaras secretas de tortura alrededor del mundo, convirtió a la base aérea de Bagram en la sucursal asiática de Guantánamo y autorizó la tortura del disidente Bradley Manning.
Obama abandonó todas sus promesas sobre gobernar con transparencia e impulsó una “reforma” al sistema de salud que es un regalo tan preciado para las compañías de seguros como Medicare D lo es para las farmacéuticas.
Harry Brown solía advertir que las leyes que uno apoya casi siempre terminan “haciendo lo opuesto de lo que uno creía que estaba apoyando”. Uno esperaría que casi todo el mundo estuviese al tanto hoy en día de que “ninguna ley se escribirá de la manera que uno la tiene pensada, no será administrará de la manera que uno cree, y no será implementada de la manera que uno desea”, porque simplemente “uno no controla al gobierno”.
Gran parte de este problema se debe también al tipo de personas que están a cargo del gobierno. Jon Ronson, autor del libro “The Psycopath Test” (“El Test del Psicópata”), sostiene que que la psicopatía es cuatro veces más prevalente en las altas esferas del mundo corporativo estadounidense que en el resto de la población del país. Estoy seguro de que el mismo fenómeno prevalece también en el gobierno. Según Ronson, existe consenso entre los psicólogos más prestigiosos en cuanto a que “los psicópatas gobiernan al mundo”.
Existe una buena razón para ésto. Tal como Robert Shea escribió en su oportunamente titulado libro “Empire of the Rising Scum” (“El Imperio de la Putrefacción Creciente”) (Loompanics Catalog 1990), mientras más exitosa se vuelve una organización en el desempeño de lo que supuestamente son sus funciones, “más atractiva se vuelve para gente que ve a la organización como un mecanismo para promoverse a sí misma”. Y debido a que avanzar en una organización es un talento en sí mismo, las organizaciones tienden a terminar siendo administradas por apparatchiks: “[G]ente que es extraordinariamente hábil manipulando organizaciones para servir sus objetivos personales… que tienden a triunfar con facilidad en el juego de la adulación, la manipulación, la amenaza, la menira y en definitiva, la pelea para llegar al tope de la pirámide organizativa”.
Por lo tanto, cualquier organización grande y jerárquica, independientemente de sus objetivos formales, tiende a desviar su propósito hacia el crecimiento en sí mismo y el enriquecimiento personal de sus directivos. Y es así como terminamos con gobiernos que imponen sistemas de pasaportes internos y nos someten a vigilancia constante para “proteger nuestras libertades”, y con corporaciones gigantescas cuyos ejecutivos recortan el personal de atención al cliente para inflar sus opciones sobre las acciones de la empresa, mientras proclaman que “el servicio al cliente es nuestra prioridad”.
Las mega-organizaciones con estructura jerárquica son lideradas por gente que muy frecuentemente tiene una sed psicótica de poder, y cuya principal capacidad es la pelea burocrática. La putrefacción siempre termina subiendo hasta la cumbre.
¿Qué podemos hacer al respecto? Reemplazar la jerarquía con la auto-organización, y reemplazar la autoridad con el acuerdo mutuo entre iguales.
No dejemos que la putrefacción tenga espacio para subir.
Artículo original escrito por Kevin Carson el 6 de julio de 2011.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.