Yo soy de la línea ideológica de Todos los policías son unos bastardos (ACAB por sus siglas en inglés) y a la mierda la policía (FTP por sus siglas en inglés), pese a que, siendo una hija bastarda, no me gusta la comparación. Sin embargo, muchos de quienes participan en esta crítica de los mercenarios respaldados por el estado caen en trampas retóricas ante la más simple réplica. Esto es porque nos apresuramos a hacer generalizaciones cuando son inapropiadas o innecesarias. El buen policía, como otros críptidos, es una suerte de «cabrón de Schrödinger»: existe y no existe simultáneamente. En un intento valiente por no ceder ni un ápice, el radical se atrinchera en su postura. Al mismo tiempo, el liberal – en busca de humanidad y simpatizando con la propaganda de estos agentes de violencia estatal – acepta sin chistar las narrativas descontextualizadas que promueven la reducción de daño y la gentileza como soluciones. Los radicales no necesitan sentir disonancia cognitiva alguna cuando conocen lo que en apariencia son «buenos policías,» «buenos soldados,» «agentes de patrulla de frontera liberales» o «federales probos». Estas cosas son brotes obvios del sistema y de no socavan de ninguna manera un llamado estricto al antiestadismo.
Un policía, soldado, agente de la migra y otros afines pueden tener una ética excelente en relación con su contexto y ser aun así beneficiarios e impulsores de la crueldad injusta. Y anticipando el atractivo de la ley de Godwin: se puede ser un buen nazi y una terrible persona. De hecho, ambos van de la mano. Entre más fuerte es la integridad del criminal estatal, más alto es el valor propagandístico que tienen. Lo mismo para agentes que utilizan la simpatía, la cortesía contextual, la amabilidad interpersonal, el servicio comunitario y otras cosas afines. ¡Son armas valiosísimas! El hecho es que la mayoría de personas terribles creen ser buenas o por lo menos se aferran a ciertos actos simbólicamente buenos para mantener a raya su disonancia cognitiva. Dejando de lado unos pocos sociópatas con una pulsión de poder nietzscheana, la mayoría de terroristas se identifican como buenos muchachos. En este nido de carestía ética, existen también quienes tienen estándares de conducta mucho más altos que los de sus colegas y los que les rodean. Ellos pueden dar ejemplo que otros en su campo aspiran a seguir, confiriendo así una falsa justificación a la creencia extendida en la rectitud de su causa. Estas personas pueden ser valiosas como agentes de reforma, ser sumamente simpáticos, nunca matar a nadie o infringir su propio código de ética, y ser aún sí susceptibles de recibir el rótulo de ACAB. ¿Eres policía? Si es así, entonces eres un bastardo.
Al rechazar en general la posibilidad de que provenga de estos actores alguna clase de bien, no solamente ignoramos la posibilidad de que tengan alguna clase de ética, sino que también, accidentalmente, rechazamos la posibilidad o el valor de la reforma. Aun si la abolición es nuestra meta final, como debería ser en los más de los casos, la reforma no siempre es inherentemente mala. De hecho, muchas clases de reforma deberían ser objeto constante de lucha. Si pudiésemos descolmillar a nuestros policías removiendo sus armas y convirtiéndolos en guías turísticos à la japonesa, semejante mundo no sería tan malo en comparación con el presente. De manera similar, me encantaría que nuestros soldados se hicieran responsables por sus crímenes de guerra casuales, esos que condenamos con tan vacua rectitud internacionalmente. Detesto a los policías y abogo agresivamente por desescalar, desarmar, dar responsabilidad a juntas comunales, retirar financiación, vigilar desde las comunidades y separarlos del ICE y las patrullas fronterizas. Abogar por estas reformas a corto plazo es sencillamente una estrategia para amortiguar daños que no debería interpretarse como una forma de subvertir o minimizar mi compromiso de corazón con la inhabilidad y abolición completa y certera de la policía. Mientras tanto, me gustaría que dejaran de matarnos. En lo personal, no priorizo activamente las formas de reforma legislativa extremadamente lentas y laboriosas, pero no les estorbaré a quienes sí lo hacen. Me alegro cuando obtienen victorias y en general apoyo su labor en tanto no se emplee para a) justificar o ningunear la existencia de formas de continua violencia extrema sobre la base de pequeños cambios incrementales, b) justificar aumentos en la financiación (los fondos pueden transferirse de excedentes existentes más que de incrementos), o c) criminalizar, poner en peligro o marginar a los activistas que ponen en práctica una más amplia gama de tácticas más directas o diversas. Básicamente, en tanto los reformistas no sirvan como delatores y apologistas que menoscaben el trabajo del otro, no hay problema con que sean parte de las soluciones a largo término. Obviamente la reforma es una espada de doble filo y entraña el peligro el dejar de lado sus tendencias de autopreservación para concentrarse en sus beneficios netos; no obstante, se justifica el apoyo matizado para la reducción de daños.
Los agentes de la violencia estatal no son tus aliados de clase o tus amigos. Hasta los mejores entre ellos están untados de sangre. Dicho sea lo cual, podemos preguntarnos lo que significan las mejoras y la propaganda a la hora de poner en duda la violencia y coacción organizada. Todos estamos comprometidos éticamente. Nadie es inocente, pero los agentes de la violencia estatal tienen una mayor culpabilidad por el sufrimiento prevenible que encaran las personas marginadas, y por ende son herederos de los medios para ejercer una violencia inaceptable.
Comienzo mi discusión con los policías porque son los blancos más fáciles y comunes de refutaciones defensivas y de hostilidad anarquista. Mientras el anarquista insurreccional puede disfrutar del porno de trifulca en que miembros del SWAT reciben patadas voladoras, el liberal buscará erigir a los «buenos policías» como parangones para su comunidad. La persona promedio no es de ningún modo antiestado y no tiene en mente esta amplia narrativa, aunque no haya que leer un libro para desconfiar de los muchachos vestidos de azul. En línea con el enfoque liberal, la policía comunitaria se ha vuelto la nueva frase de moda para definir mucha de la misma violencia policíaca clásica, pero con nueva decoración y ornamentos. Dicho sea lo cual, la policía comunitaria es al tiempo basura y algo preferible al contexto presente.
Asistí una vez a una discusión sobre la importancia de la amabilidad en el actuar de la policía. Durante este evento, un jefe de policía intentó pintar la imagen de sus chicos como la clase de policía alternativo diferentes a los de las ciudades vecinas. Esto era obviamente propaganda descarada pero también en cierta medida era cierto. Esta estación de policía es «más amigable» que las de las ciudades grandes locales y más opuesta al patrullaje de fronteras. Cuando los anarquistas señalaron acertadamente cierto número de crímenes devastadores recientes llevados a cabo por esta agencia y el jefe se negó a responsabilizarse por ellos – mediante gestos que escalaron la tensión — los anarquistas comenzaron a exasperarse más. Finalmente comenzaron a bloquear el discurso del jefe de policía y a clausurar el evento. Se trató de un enfoque intelectualmente honesto; sin embargo, el impacto, al igual que mucha acción anarquista y antifascista, fue alienar a los liberales en la sala. Anarquistas y liberales se embarcaron en dimes y diretes hasta que el evento fue parcialmente clausurado por el dueño (implicado éticamente) y los anarquistas fueron más o menos obligados a irse. Luego de que el grueso de los anarquistas partiera, los anarquistas que quedaban y la masa de liberales rodearon al jefe de policía y algunos pacifistoides locales llegaron a darle la bienvenida al pueblo. Los anarquistas habían perdido completamente el apoyo de los liberales abiertamente críticos. Al adoptar una postura ruda, movieron la ventana Overton y les dieron a los liberales más libertad para criticar sin verse «rudos», pero también le facilitaron a la multitud el pintar a los radicales como brutos ignorantes sin matices. Los liberales se posicionaron en innumerables ocasiones en defensa del jefe a medida que escalaba el tono de la conversación exclamando «¡denle una oportunidad!» o «¡Se trata de dialogar!» En un exabrupto (bastante diciente) gritaron «¡ustedes dicen estar en contra de la dominación, pero helos aquí dominándolo!» Con ello se dejaba entrever que ellos no tenían noción alguna de lo que es el poder de matar o encarcelar y en quién estaba personificado en esa habitación. Uno de los anarquistas que había permanecido callada hasta entonces se quedó hasta el final de la conversación y logró hacerlo responsable en gran medida como resultado del cambio en la ventana Overton y su voluntad de quedarse en un diálogo molesto e inherentemente sesgado.
El problema real con este incidente no fue si los anarquistas eran o no vistos favorablemente por el público. En términos generales, no tendríamos por qué preocuparnos demasiado por la aprobación del público. El asunto es que la amabilidad no sirve para reducir el daño, sino más bien para oscurecerlo. Ningún monto de amabilidad hará que la policía deje de ser la ejecutora del racismo estructural, mercenaria de la atroz guerra contra las guerras, beneficiaria de la confiscación de bienes civiles, combustible para el complejo carcelario/petrolero industrial, siempre más inclinada al abuso doméstico y motivada por adultos infantilizados deseosos de poder y adormecidos ideológicamente que tienen cada vez más acceso a equipo militar y a la tranquilidad de saber que pueden usar con impunidad sus habilidades. Sin importar cuán encantadores sean o incluso si nunca han disparado sus armas, siguen sosteniendo este sistema y son responsables por sus crímenes, aunque el grado de dicha responsabilidad varíe.
Más aún, si se quita esa capa de «buen» policía, casi siempre se hallará debajo a un fascista sádico. Asistí recientemente a un entrenamiento táctico de armas donde, como en la mayoría de ellos, los instructores eran un antiguo policía y un oficial militar de alto nivel. El entrenamiento estuvo lleno de racismo casual y glorificación de la violencia estadounidense. Para mí, lo complicado fue que el policía retirado era, de cierta forma, sumamente agradable. Era una figura jovial y con despreocupación abuelesca que me mostraba pequeñas muestras de cariño por ser la única mujer que asistía a la clase. Sin embargo, a medida que progresaron los múltiples días de entrenamiento y nos familiarizamos los unos con los otros, algunos detalles comenzaron a surgir. En un punto, él se deleitó con un comentario violentamente racista y homofóbico acerca de los iraquíes. Al día siguiente, entre risas admitió que le encantaba ver cómo se azuzaban a los perros para que atacaran a la gente o ver a esas personas hechas trizas con unidades K-9. A pesar de este horrendo vacío ético, en muchas ocasiones tuvo el cuidado de erigirse como oficial de policía de moral superior, condenando las decisiones infortunadas de oficiales que «infringieron el código» al tiempo que excusaba los asesinatos flagrantes de ciudadanos estadounidenses negros desarmados aduciendo «falta de cooperación» de su parte. Hizo una afirmación con la que implícitamente admitía haber matado personas y, aun así, este abuelo bonachón — al tiempo que pontificaba sobre la acción policíaca ética – parecía totalmente impermeable a la culpa, vergüenza o remordimiento. Su coentrenador mostraba al menos esa mirada acerada posterior al trauma de la guerra (hermanada con racismo y deleite sádico), pero el policía se veía como si no le hubiese faltado noche de sueño en treinta años. Y si le faltó, no fue a causa de su conciencia.
Artículo original publicado por Abbey Bee el 31 de mayo de 2017
Traducción del inglés por Mario Murillo