El 24 de octubre un juez desestimó los cargos levantados en contra de varios manifestantes que quemaron la bandera estadounidense en la Convención nacional republicana el año pasado. Los manifestantes no recibieron cargos por quemar la bandera pues ello constituiría una violación a la libertad de expresión. Los cargos contra las manifestantes se relacionaban con uno de los tantos instrumentos en la caja de herramientas del Estado: desorden público, así como obstrucción. El juez, empero, notó que esto tenía parecía un tanto una violación a la libertad de expresión, así que se desecharon los cargos. Más vale tarde que nunca.
Mientras tanto, una jurisdicción de Louisiana decidió, contrario a lo estipulado en Texas v. Johnson, que la quema de banderas es una infracción a la ley. La sede estatal de la Unión de Libertades Civiles Estadounidense (ACLU por sus siglas en inglés) discrepa, pero no es la primera vez que se las ven con una situación así. Un ejemplo reciente y perturbador fue el de Joshua Brubaker de Pensilvania, quien fue arrestado en 2014 tras escribir «AIM» (American India Movement) en una bandera estadounidense y exhibirla en su porche luego de oír que el sitio red de la masacre de Wounded Knee estaba a la venta. Es ya de por sí un infortunio que arresten a alguien por una protesta que presuntamente podría haber puesto a otros en peligro, pero arrestar a alguien por exhibir lo que viene a ser un estandarte en su propiedad ya es algo a otro nivel. Luego de que la ACLU litigara a su favor, Brubaker ganó $ 50.000 en el acuerdo del litigio.
Las autoridades locales y estatales continúan ignorando el caso Texas v. Johnson y presentando leyes que intentan castigar la quema y profanación de banderas. En el pasado reciente, políticos federales que intentaban verse bien ante los ojos del público – incluyendo a la entonces senadora Hillary Clinton – han apoyado leyes o incluso enmiendas constitucionales que penalizarían lo que claramente es un acto de libre expresión.
Solo porque profanar y quemar banderas sea legal no significa que la policía local y los políticos hayan de tratarlo como tal o que la gente no vaya a escandalizarse por ello. La genuflexión inicial en protesta del mariscal de campo Colin Kaepernick en contra de la brutalidad policíaca y el racismo en Estados Unidos fue tan minúscula, cortés y controlada. Su recompensa fue volverse jugador sin contrato fijo de la NFL y que su protesta le fuera arrebatada de las manos en una torpe fiebre antiTrump. Esto último está muy bien, nadie es dueño de una protesta o del acto de arrodillarse durante el himno nacional. No obstante, hay que ver el calibre de los dardos que ha recibido por algo tan callado, tan respetuoso; ¿qué oportunidad tenemos nosotros cuando intentamos disminuir el poder de ese símbolo de estatismo? ¿Por dónde comenzamos cuando tenemos mejores probabilidades que Kaepernick?
La bandera es poderosa. Es transustanciación, con una desagradable falta de respeto por la metáfora y en ocasiones por la propiedad. Pues verán, todos los veteranos lucharon por la bandera. Toda bandera estadounidense es como las demás, cada una imbuida con los Estados Unidos. No hay nada de malo con ella como, digamos, el militarismo, la brutalidad policíaca – problemas más que suficientes para hacer que una persona se rehúse a poner la mano en el corazón o a quitarse el sombrero – no, sencillamente la versión en celuloide de lo que podría haber sido, pero nunca fue, un cuento de hadas.
El culto a la bandera tiene consecuencias reales. Como lo expresó una vez el diario satírico The Onion, «Bandera estadounidense retirada del mercado tras causar 143 millones de muertes.» El compromiso con el nacionalismo implica inexorablemente olvidarse de los humanos que viven allí, a menos que se avalúen sus vidas mil a uno por sobre las de alguien que viva en algún otro lado. El compromiso con el nacionalismo se enseña en rituales como el juramento de lealtad a la bandera y el ponerse en pie de manera apropiada y respetuosa para el himno nacional. Subsecuentemente, pareciera que, si se desea combatir esos mensajes, la iconoclastia es la respuesta. Destrúyanse esos símbolos deificados que refuerzan la noción colectiva de Estado y su superioridad sobre sobre los derechos y libertades individuales.
Infortunadamente, quemar banderas rara vez comunica la sutileza y profundidad necesaria para cambiar las opiniones de la gente. A veces queremos hacerlo – como cuando escuchamos a Phil Ochs y pensamos en el complejo militar industrial y entran de repente esos deseos de profanar una bandera (digo … es solo un ejemplo). Queremos aplastar algo sagrado para el Estado porque se va a la guerra y nunca va a dejar de hacerlo. Pero por cada bandera ardiente que nace del amor y empatía hacia otros seres humanos, alguien más – tienden a ser todos los demás – lo interpretarán como un acto odioso, reaccionario y, con toda probabilidad, socialista o comunista (en el sentido peyorativo y sin matices de la palabra, à la Unión Soviética)
Irónicamente, el simbolismo propio de quemar una bandera puede no convencer a la gente. Si alguien cree que este acto es tanto como escupir a la cara del mejor lugar del mundo – despreciando a estadounidenses que sufrieron en zonas de guerra infernales en el curso de los últimos dos siglos –, ver cómo sucede no hará que cambie de opinión. Sin embargo, el número de personas que realmente creen que debería penalizarse legalmente un acto tal hace que se justifique hacerlo solo por ello. De acuerdo con un sondeo del Instituto Cato, 70 % de los republicanos creen en leyes contra la profanación de la bandera. Cerca del 50 % está de acuerdo con la extraña idea/tuit de Trump de acuerdo con la cual quemar la bandera debería hacer que alguien pierda su ciudadanía.
Las mismas personas que creen que profanar banderas significa más que el acto de destruir un objeto son los mismos que necesitan ver que se trata sencillamente de una forma de expresión, y necesitan asumir el hecho de que nada terrible sucede cuando se expresan ideas de esta manera.
Quemar una bandera es, moral y acaso filosóficamente, como ubicarse sobre una caja de jabones y hacer pronunciamientos, mas no imparte complejidades fáciles de comprender para las personas cuyos ojos y oídos se detienen. La gente que vio a los activistas de RNC quemar la bandera y los oficiales fisgones que se enfadaron por la bandera del Movimiento Indígena Estadounidense de Joshua Brubaker no podían entender el mensaje o se rehusaban a hacerlo. Ellos lo ven como un ataque a todo lo que atesoran, en lugar de como una voz de protesta contra los sistemas que atropellan seres humanos.
No se puede cambiar al nacionalismo mediante un gran acto catártico, sin importar cuánto sienta cada uno que debería poder volar en pedazos el Monte Rushmore, quemar todas las banderas que no sean negras, de arcoíris o púrpuras con rosado, tras lo cual todos seríamos libres. Sucederá con mucha más lentitud, con mucho más cuidado y con muchas más palabras. Es arduo trabajo y entraña hablar con personas que creen que nos equivocamos desesperadamente y que somos terriblemente ingenuos (en el mejor de los casos). Y permitirles despotricar e iniciar sus dimes y diretes, y señalarles luego dónde se equivocan y que las cosas pueden ser de otro modo. No tenemos por qué y no deberíamos respetar el significado de la bandera. Deberíamos intentar destruir ese significado, pero sin importar cuán tentador sea, con razón, destruirlo con fuego o aerosol, parece improbable que lo mejor del anarquismo y el antiestatismo haya de provenir nunca de ese método.
Artículo original publicado por Lucy Steigerwald el 19 de noviembre de 2017
Traducción del inglés por Mario Murillo