Democracia es una de esas palabras que funcionan como comodín para los paladines de la política contemporánea. Pocas personas hay hoy en día que no la empleen en la arena del debate público para hacer avanzar una agenda liberal, socialista, socialdemócrata, conservadora, entre otras. Se podría beber un trago cada que los líderes de la política moderna utilizan la palabra frente a las cámaras y ver cómo desfilan las botellas vacías. Juego reduccionista, desde luego; no obstante, no debe desestimarse la medida en que esta palabra aparece en boca de derechas, centros e izquierdas como instrumento de proselitismo político. Incluso personalidades del tenor del papa, cabeza de un estado que funciona, para efectos prácticos, como una monarquía absoluta, ha dedicado parte de sus discursos a instar a la protección de los principios democráticos en todo el mundo. Cada nueva intervención militar en lo corrido del presente siglo – y el que lo precedió – por parte de Estados Unidos y sus aliados ha tenido como derrotero ideológico la noción de que la democracia debe esparcirse por el mundo a como dé lugar, condición necesaria para alcanzar la anhelada estabilidad política y económica a escala global con que sueñan los líderes del mundo civilizado. También las izquierdas, y especialmente las izquierdas latinoamericanas durante las últimas décadas, se explayan en elogios a la hora de hablar de las instituciones democráticas, pese a que su modus operandi haya incluido en numerosas ocasiones el socavamiento de estas mismas instituciones cuando sus partidos se han hecho con el poder ejecutivo por periodos prolongados, sin que por ello cesen de identificarse como férreos defensores de todo lo que se considere democrático. Acaso solo algunos grupos marginales en el seno de cada estado democrático moderno expresen abiertamente su desconfianza y aversión hacia la democracia y sus instituciones, e incluso ellos suelen reconocer la plataforma política que esta les confiere.
¿Por qué, pues, esta necesidad de exaltar a cada paso las virtudes de la democracia y de una sociedad democrática? Una primera y tal vez evidente respuesta es que se debe hacerlo. De otro modo, ¿cuáles son nuestros valores? ¿La tiranía? ¿La dictadura? No mencionar la democracia y el futuro de las instituciones democráticas es una forma de suicidio político para los representantes de cada partido político, aun cuando en el fondo su intención sea desestabilizar dichas instituciones. Todo aspirante a un cargo de elección popular tiende a emplear como herramienta electoral el vilipendio de la oposición, tachándola de «violar los principios democráticos», «menoscabar las instituciones democráticas», «amenazar el futuro democrático de la nación», etc. De ello se desprende que, en aras de preservar un cierto aire de legitimidad, toda persona que se adentre en el mundo de la política se ve en la tarea de recordarle continuamente a su audiencia que ella o él estará siempre al servicio de los principios democráticos, al tiempo que le atribuye todos los pecados de la antidemocracia a sus opositores. Triste y peligrosa actitud, pues vuelve huera de contenido la palabra y la convierte en una formalidad, un momento más del discurso político.
Una segunda razón es lo que se esconde detrás de la palabra misma. Estamos condicionados para asociar la voz democracia con otras que se consideran indisociables, tales como libertad, equidad o pueblo. A menos que se tenga una noción clara de lo que significan todas estas palabras, en especial la que nos compete, cada una de ellas se torna en una abstracción incomprensible, pero de aire solemne y convincente que nos impulsa a conferirle credibilidad a quien sea que la emplee. De allí que la mejor arma, hoy y siempre, en el arsenal de los populismos haya sido lo abstracto, aquello que despierta sentimientos nobles en las masas sin que se deba entrar en muchas explicaciones en materia de definiciones. Una de estas abstracciones es el Pueblo. Se trata quizá de una de las primeras asociaciones de que disponemos cuando pensamos en la palabra democracia, tal vez porque se nos insiste desde la escuela en el contenido etimológico de la palabra – demo-cracia, gobierno del pueblo. Poco importa si de hecho se vive en una sociedad plutocrática u oligárquica en tanto se exprese frente al público el debido respeto por el pueblo y la sociedad democrática. No en vano señala Kevin Carson que «La versión neoconservadora de la democracia es más o menos a lo que Noam Chomsky se refiere cuando habla de “democracia de espectadores”: un sistema en que el público participa en rituales de legitimación periódicos llamados “elecciones”, donde escogen entre un estrecho rango de candidatos que representan todos a la misma élite. Habiendo pues cumplido su deber democrático, el público retorna a las ligas de deportes, eventos sociales en sus Iglesias y otros ejemplos de “sociedad civil”, y deja la mecánica de la política a sus superiores tecnócratas» [1]. En tanto la democracia no sea más que el llamado a las urnas, el individuo que identifica la sumatoria de votos con la voz del pueblo vivirá satisfecho con el carácter «democrático» de la sociedad en que vive.
Pueblo y Democracia, junto con la nación, la libertad y la igualdad son, en boca del populista de turno, las armas más poderosas para seducir las mentes del electorado. En una entrevista sobre el fenómeno del populismo, Loris Zanatta traía a colación cómo Maduro suele apelar al pueblo, no en el sentido del pueblo de la constitución o el del pacto democrático, sino una suerte de pueblo supraconstitucional y mítico, para hacer cara a los sectores de la población cada vez más insatisfechos y disconformes con el régimen. Este pueblo, que Zanatta asocia con el pueblo en un sentido religioso y de esa manera cada vez más abstracto, se encarna, no en las mayorías, sino «en la adhesión a la idea de esencia de la nación» [2]. Aunque Zanatta acierta al señalar el evidente antidemocratismo de la dictadura venezolana, pasa por alto la manera en que el régimen se empeña en aferrarse a la retórica democrática para preservar la poca legitimidad política que le queda. Numerosos son los discursos en los que Maduro ha instado a defender la democracia o a oponerse a aquellos que pretenden atentar contra esta. Resulta bastante diciente que un régimen cada vez más centralizado, cada vez más antidemocrático, cada vez más opresor se aferre a la defensa de la democracia; habla de la importancia que esta palabra tiene al interior del imaginario colectivo, a la par que ideas como pueblo y nación.
David Graeber señaló en una ocasión que el uso mismo de la palabra democracia como algo positivo empezó a surgir en tiempos modernos como herramienta electoral. Según Graber, la mayoría de los intelectuales liberales del siglo XVIII desconfiaban del término – con excepciones como Thomas Paine –, pues lo consideraban sinónimo en cierta medida de tiranía de las masas. Muchos de ellos creían a penas en la adopción de ciertos elementos democráticos que debían necesariamente convivir con elementos aristocráticos y monárquicos. Sería Andrew Jackson quien comenzaría a «referirse a sí mismo como demócrata hacia 1820. En el curso de veinte años, casi todos los partidos políticos, no solamente los populistas sino también los más conservadores, comenzaron a hacer lo propio. En Francia, los socialistas comenzaron a clamar por “democracia” hacia 1830 con resultados similares: en el curso de diez o quince años, el término estaba siendo empleado por republicanos moderados o conservadores que se veían forzados a competir con ellos por el voto popular» [3]. No cabe duda de que cada lector podrá traer a la memoria una instancia en que los populistas de su respectivo país hayan empleado la palabra para endulzar el oído de su audiencia. En el caso de mis connacionales colombianos, muchos nombres vendrán de seguro a la mente. Así pues, más allá de sus virtudes inherentes, la voz democracia ha funcionado y funciona en multitud de ocasiones como un detonante de sentimientos positivos instrumentalizados por el populista de turno. En otras palabras, casi como un estímulo en un proceso de condicionamiento clásico.
Las definiciones convencionales de la palabra democracia suelen reposar en lo vago (gobierno del pueblo) o en las altas esferas de la política nacional o estatal. Un sencillo ejemplo de ello es la definición que nos provee el diccionario de la RAE, cuyas tres primeras acepciones remiten a ideas de ciudadanía, soberanía popular, representación y, por qué no, algo de ejercicio directo del poder. La cuarta acepción reivindica los derechos individuales más allá de lo étnico, sexual o religioso. Solo la quinta acepción parece remitir a algo más que el estado, la democracia parlamentaria y el derecho, hablando de «Participación de todos los miembros de un grupo o de una asociación en la toma de decisiones», mas incluso allí las unidades mínimas a las que se refiere el diccionario son los integrantes o miembros de la organización (siempre en plural). Para tratarse de definiciones que emanan de una larga tradición liberal, parece haber muy pocas menciones del concepto de individuo en ellas; otras palabras como pueblo, ciudadanía y representación parecen tener mayor prominencia. Y no es que sean palabras irrelevantes, se trata de conceptos vitales para entender el funcionamiento de las sociedades contemporáneas. Sin embargo, es difícil no notar que su uso pareciera reducir el ejercicio de la democracia a una relación entre el pueblo soberano y el estado, pasando por sus representantes y sus instituciones.
Una tal concepción de la democracia no puede sino erigir un sinnúmero de barreras entre el individuo y los poderes que influyen en el destino político, económico y social de las vidas humanas. De allí que, para el ciudadano de a pie, entre él y el titán estatal se establezca una relación similar a la del hombre de campo que se presenta ante la ley en el relato de Kafka. Este hombre, como Josef K., en El proceso y K., en El castillo, tiene un sentido relativamente claro de su propósito y su destino, pero existe una barrera que constantemente lo mantiene estancado y desviado de su meta final, hasta sumirlo en el estado de alienación del hombre moderno que se sabe inexorablemente impotente de cara a obstáculos inconmensurables e infranqueables. No deja de ser interesante que es precisamente la democracia el puente que se supone debería tenderse entre el individuo y esos grandes poderes para acceder a las esferas donde las soluciones a los problemas humanos están disponibles. La paradoja estriba en el hecho de que es nuestra actual concepción de la democracia la que nos separa de esas altas esferas e inserta en las mentes de los seres humanos la idea de que el poder transformador se encuentra solamente en los dominios del parlamentarismo, la legislación, los cuarteles militares y los olimpos políticos, empujando de esa manera a la persona al estado de alienación que acucia a los héroes de Kafka.
Sin embargo, hoy en día sabemos que esto no es así. Gracias a numerosos pensadores del siglo pasado, entendemos que el poder se encuentra por doquier, pulula, emana de las relaciones políticas, económicas, religiosas, familiares, etc., entre los sujetos que pueblan el aparato social. El padre en la pequeña organización llamada familia ejerce poder al igual que el patrón y el alcaide en la prisión. Numerosas como son las instituciones que forman el edificio social, cabe preguntarse qué clase de poder ejercemos en cada una de ellas y en qué medida lo hacemos. No debe ser extraño para muchos pensar sus relaciones familiares en términos de democracia o tiranía, pero se suele dar por hecho que estas palabras son ajenas a la esfera de la familia y que, por lo tanto, no se hace sino pedir prestado el léxico de las prácticas electorales o de las formas de gobierno a falta de un léxico propio. Nuestras sociedades contemporáneas no cesan de presumir de su carácter progresista y democrático y, sin embargo, es necesario preguntarnos de qué manera ese «progresismo» y esa «democracia» alcanzan a permear todas las áreas de la experiencia humana.
Seguimos dando por hecho que en el hogar ha de obedecerse una estricta cadena de mando, a menudo presidida aún por el varón cabeza de familia; seguimos dando por hecho que en el lugar de trabajo gobierna el patrón, y, por debajo suyo, han de formarse las filas de coordinadores, supervisores, examinadores, cabezas de sección, jefes de área, etc., encargados de implementar una normativa establecida de arriba abajo, que requiere observancia más que contravención, sumisión más que cuestionamiento; seguimos dando por hecho que los ejércitos, si han de existir, deben existir como el epítome de las cadenas de mando, los protocolos, los rituales, los premios y castigos, el fetiche de las jerarquías. Ha habido muy pocos intentos radicales de democratizar el sistema militar. Los anarquistas coreanos que lucharon entre 1929 y 1932 contra las fuerzas imperiales japonesas, los nacionalistas chinos y los comunistas presididos por Kim Il-sung lo intentaron y resistieron valientemente hasta que fueron aplastados por sus múltiples enemigos. El mismo Kim Il-sung se mofaba de su organización empleando el término «ultrademocracia» [4]. Más recientemente, en el marco del conflicto sirio, las milicias del YPG (en kurdo Unidades de Protección Popular) y del YPJ (Unidades Femeninas de Protección) han intentado revolucionar el concepto de organización armada en su lucha contra el Estado Islámico, introduciendo una serie de nociones democráticas consecuentes con el proyecto kurdo de Rojava, basado en el municipalismo libertario de Murray Bookchin, orientado hacia la descentralización y democratización del poder económico y político. Sin embargo, la organización autoritaria y jerárquica sigue siendo la forma por antonomasia de organizar el sistema castrense.
Es de parte de Espinosa de donde nos llega una concepción de la democracia que, sin perder de vista el aparato de gobierno amplio, reconoce de entrada el rol del individuo. Lo democrático, en Espinosa, supone la agregación de las potencias individuales, los esfuerzos aunados de individuos que perseveran en su ser dentro de una «asociación general de los hombres que posee colegialmente el supremo derecho a todo lo que puede» [5]. Desde luego, el liberalismo de Espinosa no se corresponde con el liberalismo anglosajón de un Locke, que sienta las bases del individualismo que culminó en las ideas radicales de Voltairine de Cleyre, Lysander Spooner, Benjamin Tucker y otros anarquistas del siglo XIX. Para Espinosa, los esfuerzos agregados de este cuerpo colegiado democrático deben ser guiados por la razón, por lo cual se torna necesario un estado soberano, avatar del pueblo soberano, encargado de conducir por el sendero de la razón el destino de la sociedad. Pese a que, como se mencionó más arriba, el liberalismo de Espinosa – con el prominente papel del estado — no es el mismo liberalismo individualista anglosajón, en él se encuentra el germen de una visión de la democracia como que puede servir para satisfacer los impulsos del individuo de una manera incluso más interesante que la de Locke y algunos liberales clásicos herederos de sus ideas.
Si bien estos liberales de derecha dedican toda clase de elogios al individuo, su visión de este dentro del proceso democrático es en ocasiones somera (parlamentarismo, rotatividad y electoralismo) y a veces sencillamente se manifiesta como aversión pura, lo que les ha llevado a limitar su crítica al estado, dejando por fuera el sistema económico y otras instituciones de la sociedad moderna. En su expresión más vulgar, estos «liberales clásicos» se manifiestan en algunos sectores del conservadurismo republicano y Tory. Estos sectores son uno de los ejemplos más claros de lo que implica democratizar el estado sin democratizar otras instituciones como la prisión, la familia, el mercado, etc. En su expresión más matizada, esta derecha liberal se traduce en los modernos movimientos libertarios que reivindican de una manera mucho más coherente al individuo, sin por ello cuestionar algunas de las instituciones anteriormente mencionadas. Para ellos, el capitalismo es la quintaesencia de la libertad individual y el mercado es la única democracia verdadera. Todo cuestionamiento del capitalismo debe provenir de socialistas y comunistas adoradores del estado y de la tiranía democrática. Pierden de vista el hecho de que las críticas al capitalismo y al estado, reivindicadoras al tiempo del mercado, han existido desde hace más de 150 años en la pluma de autores abiertamente socialistas. Su análisis omite el hecho de que el capitalismo, si bien ha logrado en cierta medida descentralizar la producción económica y el intercambio de bienes, no ha logrado democratizar el sistema económico. Algunos autores que notaron esta particular encrucijada fueron Proudhon y Hogdskin, quienes vieron en el control obrero de los instrumentos de producción la consecuencia natural de un mercado verdaderamente libre, en que el control de las instituciones económicas correría por parte de los trabajadores y productores organizados de manera democrática y federada. Proudhon, quien rescató del oprobio la palabra anarquismo, veía en esta clase de configuración, donde el poder económico estaría no solo descentralizado sino además democratizado, la manera natural de transferir muchas de las funciones del estado a la sociedad civil. De lo contrario, nos enfrentamos a las tensiones y contradicciones del sistema actual, donde la continua puja entre un estado democrático pero centralizado y un capital descentralizado pero antidemocrático perpetúan las crisis asociadas a ambos, al tiempo que los vuelven mutuamente dependientes. Estado y capitalismo existen en una relación que se puede expresar en palabras de Errico Malatesta: «Órgano y función son términos inseparables. Despojad a un órgano de su función y o bien el órgano muere o bien la función se restablece» [6]. Así pues, sería el ejercicio de una verdadera democracia, extendido a la esfera de la producción económica, pero no exclusivamente a esta, sino también a la familia, la prisión, la escuela, etc., el que permitiría desmantelar los grandes poderes inaccesibles que horrorizan al hombre del campo de Kafka para restaurar el papel del individuo como eje central de la actividad social. No habrá escapado al lector el hecho de que el presente análisis esté influenciado por ideas individualistas relacionadas con el liberalismo clásico y el socialismo libertario. Para un análisis menos eurocéntrico, más orientado a lo colectivo que a lo individual e infinitamente más interesante que el presente, recomiendo There Never was a West de David Graeber.
Lo anterior no implica caer en el gregarismo vulgar de algunos herederos de Bakunin. En una sociedad auténticamente libre muchos serían los que escogerían no asociarse en la clase de asociaciones democráticas anteriormente mencionadas, prefiriendo en su lugar la autonomía, el trabajo individual y el contrato como forma de asociación predilecta. Personalmente, escojo el trabajo autónomo como aquella configuración que más me permite satisfacer mis propios proyectos. Pero es indudable que una sociedad verdaderamente libre será una sociedad democrática y contractual, de cooperación y acuerdos, descentralizada y federada, pensada por y para los individuos, que prescinda en la mayor medida de lo posible de los populismos aficionados a las abstracciones y sus indefiniciones. El padre del pensamiento egoísta moderno, Max Stirner, interiorizó estas lecciones hace ya casi dos siglos. El vitriólico pero elegante procedimiento mediante el cual se dedicó a derrumbar los ídolos de su sociedad (el estado, el capital, el socialismo, el liberalismo, la ley) le dejó poco más que la asociación libre del único. Por ello mismo instaba a los trabajadores a asociarse y abandonar la panadería del patrón para formar la propia. Recuérdese la célebre cooperativa autogestionada de distribución de leche que Stirner financió hace más de 170 años. En últimas, contrato y democracia no son mutuamente excluyentes, están imbricados y son la esencia misma de las relaciones humanas más sanas. Lo fraterno, lo conyugal, lo amical, todo ello entraña relaciones contractuales – con su adquisición de derechos y deberes y sus acuerdos – y relaciones democráticas – con su participación igualitaria, conciliación, debate, veto y negociación. Extender lo sano de estas relaciones al aparato social amplio pareciera ser la conclusión lógica de todo proceso que pretenda multiplicar las fuerzas del individuo.
Así pues, el afecto por el concepto de democracia exige de parte de quien lo profesa repensar la palabra a fin de rescatarla, entender que la democracia debe ser integral o no será realmente una democracia sana. Y no solo eso, lo democrático ha de partir del individuo asociado y colegiado a la manera Espinosista, aunque, desde luego, renovado y pasado por la lente del antiautoritarismo que se espera de una asociación que reivindique al individuo. Concuerdo con quienes miran con sospecha la democracia que tiene lugar en las grandes esferas del poder estatal. Se trata de una democracia que confiere más y más funciones a los estados y sus funcionarios, dejando poco para las personas del común, despojando a cada individuo de espacios donde sean ellos quienes decidan cómo relacionarse con otras personas. Se trata de una democracia que pone en manos de personas con intereses y agendas propias decisiones de orden educativo, político, económico, social, militar y hasta sexual. Precisamente por ello se vuelve menester replantear la democracia, de modo que funcione al servicio, no de los partidos ni de los políticos ni de los empresarios ni de los generales, sino de cada individuo. No soy dado a las definiciones, pero, si he de postular una que recoja lo expuesto hasta ahora, sería esta: democracia. forma de asociación voluntaria entre individuos soberanos donde, mediante mecanismos como la negociación, el consenso, el debate, el sufragio y el veto, cada uno ejerce el mayor poder que la naturaleza de la organización le permite. Definición defectuosa, sin duda alguna, pero el establecimiento de sus parámetros y criterios permite sentar las bases para juzgar con cierta objetividad el discurso de aquellos que en el futuro pretendan manipular la palabra con fines electoreros y proselitistas.
¿Qué implicaría, entonces, una sociedad democrática? Sería una ardua y acaso interminable tarea enumerar todas las formas de democratizar cada una de las instituciones que se verían beneficiadas con ello. Me limito a presentar algunas alternativas democráticas en el caso del lugar de trabajo y la escuela, con la esperanza de que otros acometan una tarea similar con otras instituciones.
Democratizar el modo de producción: en palabras del heredero intelectual de Kropotkin y héroe del comunismo libertario Ronald Reagan: «no puedo evitar pensar que en el futuro veremos en los Estados Unidos y a lo largo y ancho del mundo occidental una creciente tendencia hacia el siguiente paso lógico, empleados propietarios. Es un camino que beneficia a un pueblo libre». No sobra señalar que esta es una postura también defendida por quien pareciera estar en las antípodas de Reagan, Bernie Sanders. Mucho se ha escrito ya sobre la autogestión obrera, sus virtudes, sus falencias y sus desafíos. Numerosos autores han señalado la capacidad de las empresas controladas por sus trabajadores para sobrevivir a las crisis económicas con mayor facilidad que las firmas capitalistas, su capacidad para generar mayores índices de felicidad y satisfacción entre sus miembros, su tendencia, incluso cuando se hace parcialmente, a generar salarios más altos para sus miembros en países gobernados por el socialismo de estado o por empresas privadas tradicionales, o al menos para disponer de mayores beneficios que las firmas tradicionales; su potencial para generar mayor productividad que las empresas convencionales y su capacidad para atacar la pobreza y la desigualdad económica sin necesidad de recurrir a la redistribución impositiva y violenta del estado.
Adicional a esto, y a modo de hipótesis personal, es posible que una amplia cultura de autogestión obrera y otras formas de organizar la economía (trabajo independiente, cooperativas de consumidores, redes paritarias) en una comunidad dada sea una de las maneras más efectivas de volver obsoletas las miríadas de leyes y regulaciones al mercado. En una empresa tradicional, con sus jerarquías y burocracias, el hecho de que los entes decisores en la cima de la jerarquía estén tan apartados de lo que sucede en la base hace que sus decisiones les permitan externalizar a menudo el costo ético, económico y ambiental de sus mandatos. De allí que las izquierdas aficionadas a invocar la mano del estado salvador y regulador utilicen sus medios políticos para crear más y más leyes que protejan a los asalariados, al medio ambiente y a la sociedad. Noble esfuerzo, desde luego, pero contraproducente en última instancia, pues termina por hacer poco más que negociar con el statu quo sin subvertirlo o transformarlo (sin mencionar que la mayoría de quienes llegan a esas instancias de legislación lo hacen precisamente como representantes de aquellos en la cima de la jerarquía). La democracia entre trabajadores genera decisiones colegiadas que tienen en cuenta el interés de cada participante de la organización, de modo que no se requiere un estado que vele por los salarios de los empleados e intervenga el mercado laboral – ellos mismos se encargan de velar por sus intereses –, que intervenga para salvar el medio ambiente – los mismos trabajadores se encargan de implementar medidas que protejan a sus familias, a los miembros de su comunidad y su entorno –, que regule las relaciones entre patronales y sindicatos – la eliminación del patrón vuelve obsoletos a muchos sindicatos parásitos, dejando en su lugar a aquellos que realmente velan por los obreros y sus comunidades, y permite el máximo ejercicio de poder a los trabajadores, sin intermediarios ni superiores. Hay numerosas objeciones, especialmente entre libertarios de derecha y anarcocapitalistas, a esta forma de organización autogestionada y democrática. Cuestiones como la temida «tiranía de las mayorías», la «irracionalidad de la masa», los problemas cuando la autogestión se da en una empresa de grandes dimensiones, etc., hacen parte de su crítica. Este no es el lugar para abordarlas todas y discutirlas, aunque en el futuro me gustaría tratar esta cuestión con mayor detenimiento. Hasta entonces, dejó aquí una discusión que trata algunas de estas objeciones.
Existen otras formas de organizar la producción económica y la administración de recursos que prescinden de burocracias antidemocráticas sin necesidad de recurrir a la autogestión obrera. Los bienes comunes o commons son una de ellas, donde la participación de quienes basan su operación económica en el uso de bienes como pastos, bosques, ríos, pesquerías, marismas, aguas para riego de cultivos etc., es vital para determinar cómo utilizar dichos recursos, sin delegar la función administrativa a agentes externos a los miembros de la comunidad, como el estado, los gobiernos distritales o entidades privadas. A este respecto, es notable el trabajo de Elinor Ostrom – especialmente en El gobierno de los bienes comunes — quien dedicó parte de su obra y carrera al estudio de esta forma de autoorganización por parte de agricultores, ganaderos, pescadores, leñadores, cazadores, entre otros, quienes, mediante herramientas contractuales y democráticas, han determinado desde épocas inmemoriales el uso de recursos finitos o vulnerables a la escasez de manera satisfactoria, no sin desafíos continuos y fracasos ocasionales. Ostrom acometió esta tarea como respuesta al célebre artículo de Garett Hardin La tragedia de los bienes comunes, título que sirvió además para acuñar la expresión, que hoy sirve como as bajo la manga de los defensores del socialismo de estado y del capitalismo, pese a que el mismo Hardin refinó su postura años después en lo que llamaría «la tragedia de los bienes comunes no gestionados». El concepto de los bienes comunes está fuertemente ligado al de la producción paritaria o p2p [peer to peer]. Este concepto parte de una filosofía de la descentralización, de la asociación libre y voluntaria para generar resultados que prescindan de los leviatanes estatales o los titanes corporativos.
Desde luego, la alternativa del trabajo autónomo e independiente siempre estará a la mano para quienes prefieran optar por esta forma de generar y obtener bienes y servicios. Se trata de mi forma de trabajo y será siempre una de las mejores formas de asegurar que el individuo sea el dueño pleno de los frutos de su labor. De lo que se trata es de explotar las herramientas del contrato y la democracia para asegurar el mayor beneficio de cada persona. En Poverty: Its illegal cases and legal cure, Lysander Spooner mencionó que «[…] casi todas las fortunas se componen del capital y trabajo de hombres diferentes a quienes los generaron. Efectivamente, las grandes fortunas difícilmente podrían formarse a partir de un individuo, excepto succionando el capital y el trabajo de otros» [7]. Spooner y los liberales radicales de los siglos XVIII y XIX comprendían los males que representaban el estado y el patrón para el individuo a la hora de reclamar los frutos del trabajo. La democracia de la autogestión obrera, los bienes comunes, las redes paritarias y otras formas de organización económica, aunadas con la producción independiente y la asociación de trabajadores autónomos, representan una de las mejores posibilidades a la hora de alterar la balanza del poder económico, socavando las bases sobre las que se asientan el privilegio económico y político.
Democratizar la escuela. La escuela es uno de los bastiones de la inveterada disciplina militar y monacal. Uniformidad, disciplina de arriba abajo, horarios rígidos, rutinas anquilosadas, condicionamiento a base de recompensas y castigos, normativas incuestionables. En la experiencia de varios colegas docentes, se puede constatar que, en numerosas ocasiones, los estudiantes y los docentes son quienes menos poder ejercen en el aula de clase. Con frecuencia, es más fuerte la presencia, aún in absentia, de ministros, comités evaluadores, directores, coordinadores, diseñadores de currículo, planeadores de tiempos, redactores de metas, que la de los miembros más inmediatos del proceso de aprendizaje. No es un secreto que, salvo contadas excepciones, la labor del educador suele ser una de las más frustrantes debido a problemas relacionados con ingresos bajos, sometimiento a líneas de mando absurdas, delegación de tareas que no guardan relación con las funciones propias, papeleo excesivo, cargas horarias draconianas, sentimientos de indefensión frente a estudiantes y tutores que parecieran galvanizar todos sus odios en la figura del docente, entre otras cosas. Para el estudiante la situación no es mucho mejor: rutinas estrictas y prácticamente inalterables en cuya elaboración no tienen voz ni voto, falta de agencia, observancia de normas que no piden ni permiten ser cuestionadas, constantes evaluaciones encaminadas a promover la retención por encima del goce de saber, etc. Una manera de contrarrestar estos problemas, al menos desde la perspectiva de los educadores, han sido los escenarios de autogestión docente, donde los educadores están en control de sus escuelas y academias. Como en el caso de la autogestión obrera, esta forma de estructurar las escuelas goza de numerosas ventajas: la restauración de la agencia del docente, la posibilidad de disfrutar de salarios más altos y numerosos beneficios derivados de ser dueño del lugar de trabajo, la ventaja de poder participar en el diseño de las actividades escolares a lo largo del año, el beneficio de participar en la toma de decisiones acerca de cómo ha de gestionarse la escuela, etc. Incluso Juan de Zubiría, candidato a las elecciones presidenciales de 2018 en Colombia por parte del movimiento libertario – el partido libertario de derecha colombiano –, ha propuesto que «los colegios públicos pasen a ser propiedad de los actuales docentes y del personal administrativo, [sic] al estar en constante interacción con sus estudiantes, ellos tienen un mejor conocimiento de las necesidades y potencialidades de su población respecto de funcionarios en las Secretarías o el Ministerio» [8]. Magnífica idea, aunque esta pequeña concesión de autogestión de parte de la derecha libertaria parece limitarse al sector educativo, principalmente porque de Zubiría ha trabajado una parte de su carrera en este sector.
No obstante lo anterior, la democratización de la escuela no puede entenderse solamente en términos de autogestión o de mayor participación democrática por parte del personal docente o de los padres de familia a nivel del organigrama escolar. La escuela funciona en dos espacios diferentes que, si bien están conectados en todo momento y dependen el uno del otro, huelga tratar por separado. El primero se refiere al espacio organizacional de la escuela como empresa, firma, compañía, establecimiento, etc. La escuela en términos de salarios, líneas de mando y administración. El otro es el espacio del aula, donde el proceso de aprendizaje tiene lugar. No ha de entenderse este espacio en su dimensión meramente física, el aula como estancia, con sus recursos físicos, sino como una síntesis entre espacio y momento: una experiencia. El que la noción de educación exista en países decimados por la guerra, carentes de infraestructura, personal pagado, material didáctico, etc., con poco más que personas interesadas en aprender y personas dispuestas a acompañar en ese proceso, habla del aula como algo que trasciende las infraestructuras y los itinerarios. La democratización del primer espacio escolar (el espacio organizacional) puede conducir a transformar el segundo espacio, pero no existe la seguridad de que ello suceda necesariamente. Para lograrlo se requiere replantear el espacio del aula desde la base, cuestionar los principios en que se cimienta la actual disciplina escolar y explorar las alternativas.
En su mayoría, las instituciones escolares evidencian tácitamente que sus prácticas educativas tienen en miras la formación de ciudadanos obedientes, trabajadores obedientes, soldados obedientes, reos obedientes, al tiempo que fomentan, de labios para afuera, el liderazgo, el emprendimiento y la divergencia. Sea como fuere, aquellos que captan el mensaje suelen acabar ya sea del lado de los detentores de la autoridad o del lado de los que se someten a esta. No importa si hablamos de la escuela pública o privada tradicional, ambas suelen concebir de manera similar al individuo, como instrumento (político, económico, militar, familiar) y no como un fin en sí mismo. Escritas hace más de un siglo y medio, estas palabras de Stirner no pierden su vigencia el día de hoy: «¡La vida práctica! Se cree haberlo dicho todo con esas palabras y, sin embargo, los mismos animales llevan una vida práctica desde el momento en que, llegado su destete teórico, corretean por los bosques y praderas en busca del placer que proporciona el alimento o son unidos al yugo de cualquier negocio […] La “educación para la vida práctica” no forma más que personas de principios, incapaces de pensar y actuar sino en función de máximas, pero no forma hombres principales. Tan sólo forja Espíritus legales, pero no libres» [9]. Esta instrucción, que no educación, tal y como la describe Stirner, no puede sino alienar desde la más tierna edad al niño, volviéndolo objeto de las veleidades de sus «superiores». Una educación destinada a multiplicar la agencia del alumno debería, pues, estar encaminada a ver al niño como un fin en sí mismo, libre y soberano. En palabras de Sebastian Faure «el niño no pertenece ni a Dios ni al estado ni a sus padres, sino a sí mismo.»
Diversos paradigmas educativos han intentado honrar esta concepción del aprendizaje, muchos de los cuales han heredado las ideas de Faure, Montessori, Ferrer, Freire, Luengo y otros. Se pueden resaltar esfuerzos como el de la escuela libre Paideia en Mérida, de evidente influencia socialista libertaria, autogestionada como cooperativa docente, cuyos principios se cimientan en nociones de libertad, responsabilidad, asamblea y antiautoritatismo; la polémica escuela Summerhill, en Leiston, basada en ideas que apuntan a maximizar la felicidad, fomentar la asamblea y la democracia, alentar la educación laica, la libertad y la igualdad; la Escuela democrática de Huamachuco en la ciudad del mismo nombre, orientada hacia la participación igualitaria, la autonomía y la libertad; Como estas, numerosas experiencias se han llevado a cabo en todo el mundo, desde pontevedra y Brooklyn hasta Hadera y San Pablo. Cada una de estas escuelas, sin importar cuánto difiera una de otra, está pensada desde posturas que reivindican la agencia y la libertad del niño, remplazando la autoridad por la libertad y la obediencia por la responsabilidad, señalando, como lo hacen explícitamente varias de ellas, que esta libertad no es sinónimo de licencia ni de permisividad. Se trata de una libertad que empuja a reconocer la fuerza propia al mismo tiempo que se reconoce la fuerza del otro. Esto supone encarar a los otros (acompañantes, colegas, compañeros, adultos) como iguales con quienes se puede negociar y cooperar en asociaciones libres que prescinden de las nociones de sumisión que entrenan al individuo para sojuzgarse al poder estatal o a la servidumbre voluntaria de las instituciones privadas tradicionales.
Si bien muchas de estas escuelas tienen un enfoque abiertamente libertario e incluso anarquista, es decir, opuesto a la educación estatal y privada tradicional, muchas otras se conciben más como escuelas democráticas, todavía integradas a un paradigma que pretende coquetear con el estado y sus subvenciones. Ha habido iniciativas de cooperación entre varias de estas escuelas, a fin de intercambiar experiencias, generar ayudas económicas y establecer contactos a largo plazo. Estas estrategias contienen el potencial de aunar esfuerzos a gran escala y formar federaciones y redes educativas que en sí mismas constituyan contrainstituciones lo suficientemente sólidas para volver obsoletas las instituciones privadas y públicas autoritarias ortodoxas. Muchas de estas escuelas recurren a diversos mecanismos para incluir en sus programas a personas de toda clase de procedencia económica, con un gran énfasis en personas de escasos recursos, de modo que no se elitice el acceso a la escuela. Llegados a este punto, no será un secreto que la mayoría de estas escuelas tienen un evidente sesgo de izquierda, cimentadas en principios de igualdad y cooperación, si bien enfatizando también la plena realización del individuo y su libertad. Para aquellas personas que consideren estos modelos educativos demasiado orientados al colectivismo hippie y a los horrores de la cooperación, la alternativa de la escuela tradicional debería estar siempre presente, así como otras alternativas que se discutirán más abajo. Sin embargo, es indudable que una porción enorme de tutores, niños y docentes (¡Alguien por favor quiere pensar en los docentes!) preferirían el tipo de educación que se viene tratando por sobre la educación en otras instituciones religiosas, públicas y privadas.
Como con la organización de la economía, también la educación puede pensarse de un modo individual, separado en la medida de lo posible de las instituciones del estado, la empresa privada e incluso la escolarización típica. El recurso a la educación en el hogar [homeschooling] y la desescolarización [unschooling] siempre están y deberían estar disponibles para quienes prefieran estas configuraciones por sobre la educación tradicional. Aunque existen multitud de críticas válidas a estos sistemas, estas no logran soterrar las ventajas de una educación timoneada por sus protagonistas, cuando esta se lleva a cabo correctamente. Interesantemente, estas tácticas educativas han sido promovidas y practicadas históricamente por hippies antisistema y conservadores religiosos, un dúo bastante particular, pero comprensible una vez que se escuchan los argumentos de cada bando. En términos de objeciones, hay quienes afirman, que la educación en casa y la desescolarización sirven como herramientas de adoctrinamiento religioso e inculcación de ideas pseudocientíficas por parte de padres conservadores. Si bien hay verdad en esta crítica, no deja de ser cierto que, aun en el marco de la educación tradicional, estos mismos padres suelen buscar escuelas privadas para sus hijos donde no se enseñe la evolución o se la enseñe a la par que ciencia barata como el creacionismo. Y, si hemos de ser realmente justos, la mayoría de padres, ya sean de derecha o izquierda, seculares o religiosos, progresistas o conservadores, suelen transmitir a sus hijos sus propios valores, prejuicios y visiones sesgadas del mundo. Aducir que las madres o los padres no pueden tomar las riendas de la educación de sus hijos porque sus enseñanzas no están en línea con lo establecido por el estado no es más que un mecanismo de control y una estrategia para dictaminar qué entes institucionales deberían tener el monopolio legal sobre los procesos de aprendizaje de los niños. En todo caso, con sus ventajas y desventajas, la educación en casa y la desescolarización han demostrado ser alternativas válidas y prometedoras con poco que envidiar a la escolarización tradicional.
Los ejemplos anteriores no son sino un atisbo de lo que la verdadera democracia tiene para ofrecer a cada persona en los diferentes espacios que son comunes a casi todos los seres humanos. Para muchos defensores de la democracia, estos modelos educativos y económicos son sin duda atractivos y no requieren justificación. Otros, a quienes me referí anteriormente, ven en la democracia, no un bien positivo, sino un mal necesario o a veces sencillamente una forma de tiranía. Ya mencioné que concuerdo en cierta medida con sus críticas a la democracia, cuando esta se concibe como mera representatividad y sufragio cuatrenial o quinquenial. Pero son precisamente las formas de democracia local mencionadas anteriormente las que permiten arrebatar funciones al estado y desmantelarlo paulatinamente. Y aunque sus opositores no lo admitan, la democracia es una de las mejores formas de multiplicar las fuerzas propias para acicatear la causa de cada persona. Un ejemplo interesante de esto se da en una forma de organización a que suelen referirse en ocasiones los libertarios de derecha para defender lo que para ellos es el orden espontáneo en ausencia del estado: el barco pirata. El libro El garfio invisible: la economía oculta de los piratas es una fuente interesante al respecto. Se trata de un libro publicado por la editorial Innisfree, fuente predilecta de literatura libertaria de derecha traducida, con obras de [Jeffrey] Tucker, Bastiat, Nozick y Hoppe; la mayoría de ellos héroes de libertarios que suelen mirar con desdén todo lo que huela a democracia. En el libro, Peter Leeson defiende la idea de que las organizaciones piratas solían estar entre las más progresistas de su época, incluso antes del surgimiento de los incipientes estados modernos y democráticos en Europa y Norteamérica. Todo ello, sostiene, Leeson, con base en la asociación de forajidos con intereses individuales e impulsados de continuo a buscar la manera de beneficiarse económicamente con dicha asociación. ¿Y cómo alcanzar dichos beneficios? Por medio de medidas democráticas como el sufragio, la participación igualitaria, la rotatividad, la negociación, etc. Leeson no fue el primero en notar esto, el mito del navío pirata como institución sin ley ni orden ha sido ya cosa del pasado durante un buen tiempo. En su lugar, hoy sabemos que estos bajeles eran espacios altamente democráticos, fundamentados en un orden cuidadosamente pensado, basado en instrumentos diseñados para evitar el ejercicio despótico del poder por parte de algunos y para asegurar el pleno goce de lo logrado individualmente; es decir, todo lo que se ha venido desarrollando a lo largo de este escrito. En últimas, muchos de estos críticos de la democracia tienen una idea bastante superficial de lo que esta significa y de las potencialidades que entraña. Sus críticas son acertadas cuando señalan que la democracia como la concibe la mayoría de la gente despoja de su agencia a cada individuo y lo somete a la voluntad de masas informes y desinformadas; pero esa misma crítica se torna vulgar cuando asume que toda forma de democracia funciona de ese modo, sin tener en cuenta cuán útil es para el individuo recurrir a arreglos democráticos que reivindiquen precisamente su poder en una organización.
Paralelo al concepto de democracia, al menos desde la postura de este escrito, se encuentra el concepto de descentralización. Este último implica arrebatar a entes centrales y autoritarios el monopolio del ejercicio legítimo de una actividad. El mercado y los bienes comunes son mecanismos por excelencia para descentralizar la economía; el municipalismo, el federalismo y otros más son mecanismos para descentralizar el estado; la aceptación de la diversidad en materia de educación mediante la escuela, la desescolarización, la educación en casa, son mecanismos para descentralizar la escuela; la diversidad de estructuras familiares sirve para descentralizar la familia. Cada una de estas formas de descentralizar es valiosa en sí misma, pero arrebatar monopolios no basta para alcanzar el máximo potencial de cada quien en una organización. La descentralización sin democracia, como en el caso del capitalismo, la escuela alternativa autoritaria, la familia diversa pero ortodoxa en sus líneas de mando, solo están a medio camino a la hora de[i] permitir a cada individuo ejercer todo el poder que la estructura podría permitirles. Y permanecer a medio camino es lo que impide el pleno socavamiento de las bases autoritarias en que se erigen nuestras sociedades contemporáneas, sin importar cuán libres pretendan mostrarse. La religión es un buen ejemplo de esto. En el caso del cristianismo, la reforma protestante fue un evento vital a la hora de acabar con el monopolio del ejercicio legítimo de la religión cristiana por parte de la iglesia católica y descentralizar las prácticas religiosas. Pero esta descentralización no culminó en una democratización de las iglesias mismas, las cuales siguen anquilosadas en el concepto de la cuasi infalibilidad de sus líderes, el cual reposa en la inveterada metáfora del pastor y su rebaño. Lo que esto ha implicado en términos de abuso de poder por parte de instituciones religiosas católicas, protestantes y ortodoxas, sin adentrarnos en otros credos, no debe ser un misterio para nadie. En últimas, democracia y descentralización, como sucedía con la democracia y el contrato, no son ideas que deban permanecer separadas, se imbrican, son caras de la misma moneda. La existencia de una sin la otra permite quizás ciertos avances, pero es solo cuando se dan en simultáneo que los detentores de privilegios de toda clase ven desaparecer una a una sus prerrogativas.
Democracia y descentralización, de existir juntas y permear la mayor cantidad de aspectos de la comunidad humana, tienen el potencial de socavar algunas de las instituciones que históricamente han estorbado al individuo a la hora de gozar de la plenitud de sus capacidades. En la otra orilla de estos dos conceptos se encuentra la autoridad draconiana. La autoridad no es negativa en sí misma, pero su legitimidad debe justificarse en cada momento; si puede hacerlo, su preservación no habrá de inquietarnos, aunque no por ello se tornará irrefragable. De lo contrario, resulta útil para el individuo cuestionar su existencia. Si bien las funciones de la autoridad son necesarias, esta última a menudo no lo es. De ello se desprende que, de presentarse la oportunidad, redunda en interés de la persona desmantelar las jerarquías que no puedan justificarse a priori y remplazarlas con formas de organización que permitan a cada quien ejercer el mayor poder posible dentro de una estructura dada. No debería ser un misterio para nadie hoy en día el hecho de que la autoridad confiera privilegios y de que los detentores del privilegio suelan querer preservarlo y explotarlo, sea que nos refiramos al estado, la empresa, la familia, la cárcel o al ejército. Más aún, ese privilegio se traduce a menudo en la transferencia del poder de decisión por parte de quienes están sujetos a la autoridad. Es decir, el privilegio de unos es la negación de la potencialidad de otros.
Se argumenta a menudo que la autoridad es necesaria porque quienes dependen de ella no están capacitados para tomar decisiones, diseñar estrategias, establecer normas o implementar acuerdos. Los bienes comunes de Ostrom, las escuelas y empresas autogestionadas, las milicias del YPJ, el confederalismo democrático de los kurdos sirios, las escuelas democráticas y libertarias; todas estas formas de organización democrática dan cuenta de cuán equivocados están quienes afirman que hincar la rodilla es la única salida. Cada una de estas estructuras existe en mayor o menor medida en las sociedades contemporáneas, aquí y allá, en las grietas de la senil sociedad autoritaria. Y los defensores de la autoridad no dudan un momento en señalar estas grietas como una amenaza para el orden social; ¿su respuesta? Más autoridad, más estado, más poder corporativo, mayor militarización, más prisiones, más leyes. ¿El resultado? Un desafile de nombres que no cesan de jugar el juego de los falsos antagonismos: Hitler, Churchill, Reagan, Suharto, Saddam, Pinochet, Mao, Putin, Erdogan, Castro. Pero esas grietas no son otra cosa que el resultado de un nuevo organismo, que, como el hombre nuevo de Dalí, pugna por romper el cascaron de un mundo caduco y erigirse en criatura del nuevo siglo. Los conatos de esta nueva criatura existen por doquier, ora bajo la forma de las estructuras anteriormente mencionadas, ora bajo la forma grandes mentes que han inspirado y dado forma a estas asociaciones democráticas.
El siglo XX fue el siglo de las pugnas estatales. Estas pugnas perseguían poco más que la hegemonía de cada estado, oculta tras los bonitos eslóganes de «la libre empresa,» «la liberación del proletariado,» «el nacionalismo étnico,» «la depuración moral y religiosa,» etc. Donde sea que la democracia local, la participación igualitaria, el consenso entre pares y toda forma de organización que prescindiera del parlamentarismo o el partidismo han aparecido, estos han sido repelidos violentamente, vilipendiados o arrojados al olvido por parte de los dueños del privilegio político y económico. No importa si se trataba del cesarismo soviético, el imperialismo japonés, el expansionismo económico estadounidense o el puño de hierro saudí, casi toda instancia de empoderamiento individual real y duradero ha sido relegada a lo marginal. Cada uno de estos gobiernos hace concesiones, y a estas se las eleva a parangones de la libertad, igualdad y democracia con el fin de prevenir insatisfacción, agitación e insurrección. Si el siglo XXI ha de ser ir más allá de estas concesiones paliativas, esto solo se puede lograr erosionando las bases del poder del estado mediante mecanismos como la democracia. Y la democracia que logre esta meta no puede ser aquella de los populistas, los partidos políticos y la fiebre electorera. Se trata de una democracia que ya existe en los intersticios de los estados modernos, pero a la que estos no suelen conceder la legitimidad que merece. Y a fin de reivindicar estas instancias democráticas es necesario hacer un pare en el camino, reconsiderar lo que entendemos por la palabra y comenzar a evaluar cada aspecto de nuestras vidas donde hemos mutilado nuestro potencial y nuestra agencia para conferir a otros el derecho a decidir por nosotros.
Referencias
[1] | K. A. Carson, Studies in Mutualist Political Economy, BookSurge Publishing, 2007. |
[2] | L. Zanatta, Interviewee, América Latina precisa sair da ideia mágica de redenção, diz Loris Zanatta. [Entrevista]. 24 09 2017. |
[3] | D. Graeber, Possibilities: Essays on Hierarchy, Rebellion and Desire, Ak Press, 2007. |
[4] | E. Crisi, «REVOLUCIÓN ANARQUISTA COREANA EN MANCHURIA (1929-1932),» [En línea]. Available: https://ithanarquista.files.wordpress.com/2014/10/emilio-crisi-revolucic3b3n-anarquista-coreana-en-manchuria.pdf. |
[5] | Spinoza, Tratado teológico-político, Alianza editorial, 2014. |
[6] | E. Malatesta, La anarquía, Dialectics, 2014. |
[7] | L. Spooner, Poverty Its Illegal Causes and Legal Cure, The Perfect Library , 2015. |
[8] | «www.misescolombia.co,» 11 05 2017. [En línea]. Available: https://www.misescolombia.co/entrevista-juan-zubiria-candidato-libertario-la-presidencia-colombia-2018/. |
[9] | M. Stirner, «El falso principio de nuestra educación,» [En línea]. Available: http://www.theyliewedie.org/ressources/biblio/es/Stirner_-_El_Falso_principio_de_nuestra_educacion.html. |