Las declaraciones del Papa Francisco sobre la pobreza, la desigualdad y el capitalismo — las más recientes hechas durante su misa al aire libre en Seúl — no fueron muy bien recibidas por conservadores y libertarios con tendencias derechistas. Los comentarios del Papa incluyen críticas a la creciente desigualdad económica y un llamado a “escuchar la voz de los pobres”.
Entre los que discrepan con las declaraciones del Papa está Keith Farrell, un coordinador de campus de los Estudiantes por la Libertad en la Universidad de Connecticut (“Por qué el Papa está equivocado respecto a la desigualdad“, City AM, 21 de agosto). Acusa al Papa de “convertir a los ricos en chivos expiatorios de la pobreza” y atribuye a Marx el haber concebido la idea “de que el éxito de algunos perjudica a otros económicamente y que los ricos sólo se han hecho ricos a expensas de los pobres”. Farrell cita a un surcoreano: “Si alguien ha hecho una fortuna por sí mismo, en buena lid, y tiene un montón de dinero, no creo que eso sea algo que deba ser condenado”.
Es una hipótesis interesante, pero, ¿exactamente cuánto de la creciente concentración de la riqueza de la élite económica en realidad se hizo “en buena lid?” A lo largo de su artículo de opinión, Farrell iguala implícitamente el sistema en que vivimos ahora con la “libertad económica” y “la libre empresa”. Pero eso es un ejemplo de lo que yo llamo “libertarismo vulgar“: defender el capitalismo corporativo existente como si se tratara de un mercado libre, y el uso de retórica de “libre empresa” para defender la riqueza y el poder económico que los capitalistas corporativos han en realidad acumulado a través de un sistema de poder abrumadoramente estatista.
Es difícil creer en la idea de que Marx haya sido el primero en darse cuenta de que en una sociedad de clases, gobernada por un Estado de clase, los ricos se hacen ricos a costa de los pobres. Probablemente se le haya ocurrido algún campesino chino o sumerio mientras se rompía el lomo con una azada tratando de producir lo suficiente como para sobrevivir después de pagar las rentas del sacerdocio del templo. Y un montón de pensadores radicales de libre mercado —Thomas Hodgskin, Benjamin Tucker, Franz Oppenheimer— llegaron a la misma conclusión en tiempos más recientes. El sistema capitalista en el que vivimos hoy es el heredero lineal de los sistemas de clase impuestos por el Estado de miles de años atrás.
“Los mercados libres”, lejos de definir estructuralmente al capitalismo, se les permite operar en sus márgenes en la medida en que son compatibles con los intereses de los propietarios que controlan el Estado. Incluso durante el supuesto “laissez-faire” del siglo XIX, la “libre empresa” fue una superestructura erigida sobre cimientos creados por siglos de robo masivo —el cercamiento de la tierra y la desposesión del campesinado, primero en el occidente incipientemente industrial y luego en el mundo colonial, restricciones masivas a la libre circulación y asociación de los trabajadores en la Gran Bretaña industrial, el trabajo esclavo y la confiscación de la riqueza minera global. Hoy en día muchos de los frutos de ese robo, como los títulos absentistas sobre terrenos baldíos y la propiedad corporativa de los recursos naturales del Tercer Mundo, y el monopolio de la oferta de crédito y el medio de intercambio por parte de los dueños de la riqueza robada, todavía gozan de legitimidad legal.
Hoy en día el capitalismo corporativo depende aún más del estatismo —”propiedad intelectual”, cárteles regulatorios y otras barreras a la entrada, y enormes sistemas de subsidio directo como los son el Complejo Militar-Industrial y el sistema interestatal de autopistas y de aviación civil.
Es cierto, como dice Farrell, que los niveles de vida han aumentado en términos absolutos a pesar del aumento de la desigualdad — cierto hasta donde cabe. Pero el hecho es que las ventajas de los avances tecnológicos se rigen por el mismo mecanismo de discriminación de precios que rige a todos los monopolios: Las grandes corporaciones utilizan patentes monopólicas para acaparar el progreso tecnológico, permitiendo que gotee sobre las clases trabajadoras apenas lo suficiente de los beneficios de la mayor productividad como para que les valga la pena seguir comprando, apropiándose del resto en forma de rentas monopólicas.
La declaración de Farrell según la cual “el capitalismo ha traído la libertad y la abundancia” a Corea del Sur amerita un análisis similar. El capitalismo de Corea del Sur fue construido sobre los cimientos de la ocupación militar estadounidense y un régimen militar instalado por la autoridad de ocupación, que posteriormente liquidó la sociedad cuasi-anarquista de comunidades rurales autogobernadas y fábricas autogestionadas que había surgido después de la retirada japonesa en 1945. Este régimen echó a anarquistas e izquierdistas de todo tipo a las fosas comunes, y durante sus décadas en el poder no era exactamente amable a la “libertad económica” de —por ejemplo— los trabajadores coreanos que querían sindicalizarse.
Curiosamente, Farrell comparte una suposición errónea con el Papa Francisco: que la reducción de la desigualdad requiere que el gobierno “redistribuya la riqueza”. Ambos están equivocados. Lo que tenemos ahora equivale a una redistribución hacia arriba de la riqueza, con “impuestos” sobre las clases productoras en forma de las rentas monopólicas impuestas por el Estado que pagamos a los terratenientes y capitalistas. No necesitamos la intervención del Estado para redistribuir la riqueza hacia abajo. Necesitamos una revolución que impida que el estado siga redistribuyendo la riqueza hacia arriba.
Es hora de que los partidarios del libre mercado dejen de actuar como boxeadores contratados por el actual sistema de poder y empiecen a usar las ideas de libre mercado para defender la verdadera justicia económica.
Artículo original publicado por Kevin Carson el 23 de agosto de 2014.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.