Un artículo reciente en el Wall Street Journal destaca la “creciente lista de países” que ahora quieren expresar su opinión acerca de las grandes fusiones corporativas del mundo. Dada la interconexión de la economía global de hoy en día, no es de extrañar que más de 100 jurisdicciones internacionales se anhelen autoridad antimonopolio para examinar las transacciones, todas ellas “proponiendo diferentes enfoques para evaluar si una fusión podría perjudicar a los consumidores”.
La manera más efectiva de evitar el monopolio (el objetivo aparente de la ley antimonopolio, también llamada “ley de protección de la competencia”), no es instituir nuevas reglas y regulaciones arbitrarias, sino permitir a cualquier persona participar en cualquier negocio pacífico y voluntario que le interese. La constante amenaza de nuevos competidores es el contrapeso más eficaz a la potencia comercial de los gigantes corporativos tradicionales.
Dado que estas empresas tradicionales están más arraigadas y son más cercanas a los legisladores y reguladores, apoyarse en instrumentos legales y reglamentarios en lugar de la competencia abierta simplemente crea oportunidades para la corrupción y el abuso que surgen con la “captura del regulador”. Los grupos de presión y cabildeo cuentan con el acceso y los recursos para moldear la política pública a favor de sus fines privados.
La legislación antimonopolio es solo un ejemplo más del afán de planificar la economía, basado en las mismas falacias que sustentan otros controles económicos centralizados. Los esfuerzos por determinar o predecir qué fusiones y adquisiciones dañarán el ambiente competitivo asumen que sabemos mucho más acerca de la economía en general de lo que jamás podríamos. Representan lo que Friedrich Hayek célebremente denominó La fatal arrogancia.
Hayek entendió que los mercados en los que los individuos interactúan y comercian libremente son la única manera de organizar y coordinar la profusión de conocimiento disperso que llamamos “la economía”. Y así como nosotros no sabemos y de hecho no podríamos saber todo lo que es necesario para planificar una economía, tampoco podemos predecir las consecuencias de, por ejemplo, permitir algunas fusiones e impedir otras.
Aún así, los anarquistas de mercado son tan críticos del poder corporativo como cualquier otro representante de la izquierda política. Nosotros también creemos que hay que hacer algo para remediar la dominación explotadora de las grandes empresas, pero la teoría y la observación nos han enseñado que el Estado es la enfermedad, no la medicina. De hecho, es el privilegio otorgado por el estado el que le permite a las potencias corporativas de hoy estrangular las relaciones económicas.
Una vez los privilegios coercitivos y criminales del Estado se eliminen del sistema económico no habrá necesidad de “leyes de competencia” diseñadas para evitar que cualquier actor de mercado se haga demasiado grande y poderoso. Estas leyes parecen deseables sólo cuando las barreras regulatorias y de licenciamiento ya han ilegalizado la competencia en sí, dándole una ventaja a grupos favorecidos.
En lugar de añadir nuevas capas de reglas sin sentido y arbitrarias — para ser administradas por abogados y burócratas — los anarquistas de mercado proponen que le demos una oportunidad sincera a la libre competencia de la que tanto hemos oído hablar. El poder político y económico se necesitan mutuamente; en realidad, puede que sea un error considerarlos como fenómenos separados y distintos, ya que históricamente siempre han estado profundamente entrelazados.
Las enormes corporaciones multinacionales de hoy son en gran medida una creación del poder estatal, los sucesores del “sistema mercantil” criticado por Adam Smith. Para frenar su poder solo necesitamos permitir la competencia plena y genuina. El sistema más libre posible también sería el más justo, por lo que eliminaría la necesidad de la ley antimonopolio.
Artículo original publicado por David D’Amato el 6 de octubre de 2014.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.