Hay una leyenda histórica popular que dice así: érase una vez (así es como deberían comenzar estas historias), durante el siglo diecinueve, un país con una economía casi completamente desregulada y laissez-faire. Pero un día surgió un movimiento centrado en aherrojar a las empresas con grilletes reguladores a favor de los trabajadores y los consumidores, el cual culminó en las presidencias de Wilson y ambos Roosevelts.
Esta historia viene en versión de derecha e izquierda, dependiendo de si se ve al gobierno como un héroe que rescata al pobre y al débil de las garras rapaces del poder corporativo irrestricto, o como un poder que impone injustamente pesados hierros socialistas al sector empresarial pacífico y productivo. Pero ambas versiones concuerdan en la narrativa central: un siglo de laissez-faire, seguido por un aluvión de legislación antiempresarial.
Cada parte de esta historia es falsa. Para empezar, nunca hubo algo remotamente parecido a un periodo de laissez-faire en la historia americana (por lo menos no si «laissez-faire» significa «permitir que el mercado opere libremente», contrario a «permitir que los ricos y poderosos se sirvan de la propiedad de otras personas»). El estado regulador estuvo involucrado profundamente desde el inicio, particularmente en las industrias bancaria y monetaria y en la asignación de títulos de propiedad sobre la tierra. (Incluso la tierra que no fue hurtada a los nativos rara vez se apropiaba de acuerdo con algún principio de apropiación lockeano. En su lugar, vastas extensiones de tierra no trabajada se declaraban sencillamente propiedad privada mediante alambre de púas o decretos legislativos)
Las dos mayores facciones políticas de la república temprana – en aras de la simplicidad, llamémosles jeffersonianos (representados por los demócratas) y hamiltonianos (representados sucesivamente por el partido Federalista, el partido Whig y los republicanos) – estaban en desacuerdo en torno a cuáles formas de interferencia gubernamental debían enfatizarse. Ambos lados empleaban sin dudas palabrería (y a veces más que eso) para defender los «principios del ‘76», esto es, los ideales libertarios recogidos en la Declaración de Independencia. Pero cada lado se desvió rápidamente de esos principios cuando el hacerlo servía a sus intereses económicos. Los hamiltonianos, cuya base de apoyo principal estribaba en los centros financieros urbanos del noreste, instaban a la intervención mercantil mediante, por ejemplo, subsidios, tarifas proteccionistas y bancos centrales; los jeffersonianos, cuya base de apoyo principal era rural, incluyendo las plantaciones y la frontera, instaban a la asistencia estatal por medio de la extracción de trabajo de parte de los esclavos y la tierra de los nativos americanos. En cada caso, el estado pisoteó el laissez-faire a favor de una élite privilegiada.
Sin duda alguna, los hamiltonianos ofrecían en ocasiones una defensa consistente con el libertarismo de los derechos de los negros y los indios, mientras que los jeffersonianos ofrecían palabras condenatorias de carácter igualmente libertario hacia el privilegio mercantil. Pero no cuesta relativamente nada tomar una postura en contra de aquellas violaciones a la libertad de las que los oponentes políticos, en lugar uno mismo, son los beneficiarios primarios.
Mas, pese a que los EE.UU del siglo XIX no eran ningún mercado libre, eran no obstante un mercado demasiado libre para la élite corporativa, que en consecuencia hizo campaña contra la «competencia encarnizada». Como lo señaló célebremente Adam Smith, «las personas del mismo rubro rara vez se reúnen, aunque sea por esparcimiento y diversión, pero sus conversaciones terminan siempre en una conspiración en contra del público, o en alguna maquinación para elevar los precios»; de allí la cruzada mercantil perpetua por conquistar el privilegio monopólico.
Una atención especialmente útil que el estado puede tener con la élite política es la imposición de carteles. Los acuerdos de fijación de precios son inestables en un mercado libre, pues, aunque todas las partes del acuerdo tienen un interés colectivo en asegurarse de que el acuerdo se cumpla, cada quien tiene el interés individual de romper el acuerdo vendiendo más barato que las otras partes con el fin de ganarse sus clientes; e incluso si el cartel logra mantener la disciplina sobre sus miembros, los precios oligopólicos tienden a atraer a nuevos competidores al mercado. De allí la ventaja para la empresa de una cartelización impuesta por el estado. Esto a menudo se hace directamente, pero hay también formas indirectas de hacerlo como la imposición de estándares de calidad uniformes que le quitan el peso a las firmas de tener que competir en calidad. (Y cuando los estándares de calidad son altos, los competidores de menor calidad pero más baratos son expulsados del mercado.)
La habilidad de las firmas colosales para explotar las economías de escala se ve también limitada en un mercado libre, puesto que más allá de cierto punto los beneficios de tamaño (v.g., costos de transacción reducidos) son sobrepasados por deseconomías de escala (v.g., caos de cálculo derivado de la ausencia de retroalimentación de precios), a menos que el estado les facilite el socializar estos costos al inmunizarlos de la competencia – v.g., imponiendo tarifas, requerimientos de licencias, requerimientos de capitalización y otras cargas regulatorias que generan un impacto desproporcionado en participantes más nuevos y pobres, en oposición a firmas más ricas y mejor establecidas.
El vasto aparato regulatorio que surgió en el siglo XIX tardío y en el siglo XX temprano hacía, pues, campaña a favor de la comunidad empresarial. (Esto está documentado, en el caso de la «era» progresista, en las obras Corporate Ideal in the Liberal State de James Weinstein, Railroads and Regulation y Triumph of Conservatism de Gabriel Kolko, y New History of Leviathan de Murray Rothbard y Ronald Radosh [PDF]; sus hallazgos se han resumido convenientemente en el artículo de Roy Childs “Big Business and the Rise of American Statism.” In Restraint of Trade de Butler Shaffer extiende el análisis a través del New Deal.) La supuesta legislación a favor del trabajo que surgió en esta era también espuria, pura cuestión de cooptar a los líderes obreros en una asociación con el gobierno y las empresas a cambio de no balancear mucho la barca.
No es de sorprender para nada que esto sea así; los intereses de la opulencia concentrada tienen inevitablemente un mayor impacto en el proceso político que los de la pobreza dispersa. (Contrario a la sabiduría popular, que va en dirección contraria, es solamente en el mercado, donde el sistema de precios agrega las preferencias de los más pobres y dispersos, que estos últimos pueden triunfar sobre la influencia del poder empresarial) Lo que es de sorprender más es que semejante legislación manifiesta y cabalmente en pro de las empresas hubiera sido percibida como antiempresarial.
Pero, al final, esto tampoco es realmente sorprendente. Desde luego, estas «reformas» en pro de las empresas tenían que envolverse en retórica antiempresarial a fin de que los políticos y sus amigotes se salieran con la suya. Más aún, muchos de los instigadores parecen haber creído sinceramente, sobre bases ideológicas, que el control de la economía por parte de una asociación gubernamental-empresarial redundaba en interés de la población general. Y gracias al control desproporcionado de los medios de información (medios de comunicación y educación pública) de estas asociaciones, el resto de la sociedad podía ser conducida a adoptar una postura similar. Adicionalmente, dado que tanto el gobierno como la gran empresa quieren ser siempre el bando dominante, hubo inevitablemente quejas por parte de la comunidad empresarial acerca de la manera precisa en que, por ejemplo, Franklin D. Roosevelt fomentó su propaganda corporativista, y esto a su vez contribuyó a la percepción errónea del antagonismo fundamental. Pero la investigación histórica citada arriba indica que las grandes empresas han sido el principal arquitecto y animador de las regulaciones que se supone están diseñadas para restringir su poder. Los liberales que abogan por extender semejantes regulaciones a fin de combatir la plutocracia y los libertarios que saltan en defensa de las pobres corporaciones asediadas se equivocan en igual medida.
Artículo original publicado el 23 de noviembre de 2012 por Roderick Long
Traducción del inglés por Mario Murillo