En lo que pareciera volverse una tradición anual, la eminencia gris neoconservadora Bill Kristol tuiteó el 18 de diciembre: «Cuando vi por primera vez la Guerra de las Galaxias en 1977, me vi inclinado a estar de parte del imperio. 25 años después, @JVLast probó que tenía razón». Kristol emitió una serie de tuits similares en octubre del año pasado y encomió el mismo artículo de 2002 por Jonathan Last. «Sobra decir que estaba de parte del imperio desde el primer minuto. Después de todo, se trataba de un imperio liberal benevolente». «No hay evidencia de que el imperio fuera “malvado”. Un régimen liberal con meritocracia y movilidad ascendente».
En el artículo ya referenciado del Weekly Standard («The Case for the Empire», 15 de mayo del 2002), Last sostiene que la antigua República Galáctica era un «estado fallido» demasiado grande para ser gobernado, y (en palabras de Amidala) «ya no funcionaba». Como ejemplo de su ineficiencia, Last menciona su inhabilidad para detener las guerras entre sus estados miembros. Palpatine, por su parte, es desde luego un dictador— «pero uno relativamente benigno, como Pinochet». Y el Imperio vigila efectivamente los antiguos territorios de la República, suprime el crimen organizado y el contrabando y hace de la galaxia un lugar seguro para el comercio pacífico de nuevo. El valor central del Imperio, en palabras de Darth Vader, es «traer orden a la galaxia».
Last intenta defender la brutalidad del Imperio como algo justificable. La tía Beru y el tío Owen fueron ejecutados sin un proceso adecuado, pero «eran traidores». Y al igual que los apologistas neoconservadores de la decisión de Truman de emplear bombas atómicas, Last se toma la molestia de manufacturar un caso admisible para creer que Alderaan, a pesar de que Leia aseguraba lo contrario, era un centro de actividad rebelde. Así que Grand Moff Truman—ejem, Tarkin— destruyó Alderaan porque, al igual que Hiroshima y Nagasaki, era un «objetico militar legítimo».
Entre tanto, en el Washington Post («The destruction of Alderaan was completely justified», 29 de octubre de 2015), Sonny Bunch desarrolló un paralelo a la apologética de Hiroshima al sostener que el ataque a Alderaan era un empleo de fuerza proporcionado. Él hace eco, acaso inconscientemente, del argumento especioso que aduce que la única alternativa al bombardeo atómico de Truman habría sido una costosa invasión anfibia de las islas natales japonesas: «poner botas en el terreno» en Alderaan habría llevado a numerosas bajas imperiales. Y, valiéndose del precedente iraquí, sostiene que una invasión habría llevado a una desestabilización regional y quizás a un equivalente jedi de ISIS que operase fuera de Alderaan.
Comencemos con lo primero. Para crédito suyo, Bunch, contrario a muchos neoconservadores, admite al menos implícitamente que la invasión y desestabilización de Iraq conllevó directamente a Al Qaeda Iraq y a ISIS. Pero dudo que considere una opción legítima sencillamente dejar en paz Iraq, y, ciertamente, no deja abierta esa posibilidad para Alderaan. Después de todo, Alderaan tiene sus «centros de actividad rebelde», tal y como Saddam tenía sus vínculos con Bin Laden y sus armas de destrucción masiva. Y todo nerconservatismo es básicamente la ideología de gente que lee Tucídides para poder, em, complacerse con la destrucción de Melos.
La admiración de Last por la «meritocracia» del Imperio es también un sinsentido hamiltoniano neoconservador. Para tales gerencialistas, cualquier sistema de estratificación se justifica en tanto sea posible para los más astutos y motivados escalar a zarpazos. No interesa si la estructura de poder es necesaria objetivamente para satisfacer las necesidades humanas o si la radioscopia de la distribución del poder y la riqueza en un momento dado es justa o racional —en tanto haya «movilidad social».
Por supuesto, lo opuesto es verdad. Lo que importa es si la riqueza y el poder de los que se hallan arriba en algún momento determinado son legítimos y se obtuvieron con medios justos, y no si hay alguna rotación de élites en el curso del tiempo.
Pero más importante, lo que los neoconservadores quieren decir con imperialismo «benigno» o «liberal» se torna de una claridad diáfana a la luz de la apología de Kristol al Imperio de George Lucas y su comparación explícita con el Chile de Pinochet.
Pinochet, recuérdese, recibe elogios de parte de la derecha de «libre mercado» como «dictador benigno», sobre la base de que, si bien puede haber sido un «autoritario político», era un «liberal económico». Piénsese en lo que significa esta formulación. Pinochet aplastó, violenta y brutalmente, a los poseedores de un factor de la producción entero—el poder laboral humano. Envió literalmente soldados a las fábricas e instó a los jefes a fichar a los activistas trabajadores, quieres fueron subsecuentemente torturados, asesinados y desaparecidos. Mas, para sus aficionados neoconservadores, esto se reduce enteramente al lado políticamente autoritario de Pinochet, quedando así su liberalismo económico completamente incólume. Ahora bien, imagínese un régimen que someta a los poseedores de un factor de la producción diferente—digamos, el capital o la tierra—a exactamente la misma clase de brutalidad o negociación a fin de maximizar los réditos que de allí se desprenden. ¿Creen que los neoconservadores adoptarían una postura similar «benigna»?
Pinochet no importa. Cuando Kristol escribe sobre el Imperio «benigno» o «liberal», nosotros sabemos a lo que realmente lo que se refiere. Está defendiendo realmente, bajo el disfraz de la crítica fílmica, el Imperio «benigno» que integró por la fuerza a Iraq al capitalismo global neoliberal bajo los términos del Imperio. Lincoln, el heredero del siglo XIX del mercantilismo hamiltoniano, lanzó su carrera política Whig describiendo su plataforma como breve y dulce: tarifas protectoras, mejoras internas y banca nacional. Para Paul Bremer, el dictador títere benigno del Imperio en la Iraq postrada de la posguerra, la lista de control del «capitalismo liberal» era similarmente breve y dulce: «derechos de propiedad intelectual fuertes», venta de la economía al capital financiero global y supresión por la fuerza de la federación del trabajo.
En otras palabras, el Imperio—ya sea en la versión ficticia de Lucas o en la versión del mundo real igualmente fea, ambas de las cuales veneran los neoconservadores— se sirve de lo que Naomi Klein llama «capitalismo de desastre» para imponer por la fuerza el reino del capital global cuandoquiera que encuentra un país que se halla momentáneamente a su merced. Ya sea Pinochet instalado con la ayuda de la CIA, Bremer instalado con divisiones blindadas estadounidenses o el régimen cleptócrata de Yeltsin instalado por mano propia, rodeando la Duma con tanques y matándola de hambre, todo es lo mismo. Poder al desnudo, brutal. No es liberal y no es benigno.
Artículo original publicado por Kevin Carson el 22 de diciembre de 2016
Traducción del inglés por Mario Murillo