En un reciente artículo de opinión del Washington Post (“Identity Crisis for American Capitalism,” May 26 [Crisis de identidad para el capitalismo estadounidense]), Steven Pearlstein presenta una taxonomía de las varias especies de capitalismo, sosteniendo que, « como el helado », este viene en varios sabores. Estos diferentes capitalismos se pueden combinar de la misma manera en que el chocolate y el café producen el mocha.
Al hacerlo, no obstante, exagera no poco la diferencia entre estos sabores. La primera variante mayor del capitalismo moderno para Pearlstein, el capitalismo inescrupuloso [robber baron capitalism], se caracterizaba por el poder económico a gran escala de las grandes empresas. Lo sucedió el capitalismo gerencial de la era del New Deal y la posguerra: « La competencia tendía a ser caballerosa y el poder de la gran empresa era mantenido a raya por el gobierno federal (gobierno grande) y los sindicados (centrales obreras grandes) ».
El « capitalismo de estado » de las social democracias europeas y de Japón es solamente una variante más extrema del capitalismo gerencial estadounidense.
A medida que el capitalismo gerencial estadounidense llevó al estancamiento y la decadencia, se le remplazó en décadas recientes con tres modelos que compiten: el « capitalismo de emprendedores » de Silicon Valley, el « capitalismo de accionistas » de Gordon Gekko, y el « capitalismo obrero » de las firmas controladas por los trabajadores y de participación en las utilidades.
El esquema de Pearlstein sugiere fuertemente que la principal distinción entre el capitalismo inescrupuloso y el gerencial era la acrecentada contención de este último hacia el poder de la gran empresa por parte del gobierno y el trabajo organizado, en oposición al relativo laissez faire del siglo XIX. A pesar de que esta es una opinión popular con respecto a la era del capitalismo sin escrúpulos, no pasa la prueba de fuego. El capitalismo de la edad de oro era prácticamente una criatura del estado, con adjudicaciones de tierra y otros subsidios ferroviarios que servían como prerrequisitos indispensables para un mercado nacional único, y una economía corporativa nacional cartelizada entre gigantes industriales con ayuda de una agregación de patentes y tarifas.
Y, al estilo de J. K. Galbraith, las relaciones entre las grandes empresas, el gobierno y los trabajadores se caracterizaba menos por cheques y balances que por la colusión o la cooperación. El presidente de General Electric, Gerard Swope, y el ala de grandes empresas que este representaba, tenían presumiblemente más que ver con la forma que tomó el New Deal de Franklin D. Roosevelt que John L. Lewis del Congreso de organizaciones industriales (CIO en inglés). El capitalismo gerencial no era tanto una restricción externa impuesta a las grandes empresas, sino un reconocimiento de parte de estas de que los carteles amparados por el estado y la imposición de una disciplina laboral por parte los sindicatos domesticados eran las mejores formas de garantizar utilidades estables a la larga.
En cuanto al denominado « capitalismo de accionistas », es este de hecho justamente tan gerencial como el capitalismo gerencial clásico de Adolf Berle y Gardiner Means, autores del influyente libro de 1932 The Modern Corporation and Private Property [La corporación moderna y la propiedad privada]. La tenencia por acciones, dejando de lado el control, es —si se expresa sin ambages— un mito. La teoría, como la presentaron pensadores como Michael Jensen hace treinta años, sostenía que las grandes bonificaciones y las opciones bursátiles « alinearían los incentivos de la gerencia » con los intereses de los accionistas, y que las tomas de poder hostiles permitirían que los accionistas castigaran una gestión de bajo desempeño.
Pero en la práctica, el « capitalismo de accionistas » está encaminado a los intereses de la administración de una manera más cortoplacista y vulgar que la versión gerencial. El « mercado para el control corporativo » del que tanto se hace alarde, en la medida en que existió, se trató principalmente de un fenómeno de los primeros años tras la introducción de las tomas hostiles. La administración—inevitablemente, dado su control interno sobre los estatutos corporativos— trucó las reglas para protegerse de la amenaza de una toma hostil. Desde entonces, la mayoría de tomas han sido amistosas—actos colusorios entre las administraciones de empresas adquiridas y adquirientes, a menudo a expensas de las utilidades a largo plazo de ambas. Las peleas entre representantes en contra de los directores al interior fracasan casi siempre. La mayoría de las nuevas inversiones se financian internamente mediante ganancias retenidas, en vez de mediante la emisión de bonos.
En síntesis, la gran corporación promedio bajo el corporativismo es una economía planificada por una oligarquía gerencial que se perpetúa a sí misma. El único efecto de las bonificaciones desmedidas y las opciones bursátiles es tornar a la administración más miope y egoísta a expensas de la productividad a largo plazo.
El modelo de accionistas, a su manera, es tan dependiente del estado como el antiguo modelo gerencial. Su triunfo en los años 90 requirió una expansión masiva del régimen legal neoliberal durante la administración Clinton. El TLCAN (NAFTA), el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, la OMC, el ADPIC (Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio), el tratado de derechos de autor de la OMPI (Organización Mundial de la Propiedad Intelectual), la ley de telecomunicaciones y la ley de derechos de autor de la era digital, formaron conjuntamente el marco estructural para el modelo de capitalismo transnacional que prevalece hoy.
El « capitalismo de emprendedores », con una nueva capa de pintura, se presenta como la alternativa « progresista » para este modelo capitalista neoliberal. Se trata del « capitalismo cognitivo » o « capitalismo verde » de Barack Obama, Warren Buffet, Bill Gates, Bono, cuyo paladín John Roemer presenta en su « Teoría de un nuevo crecimiento ». Pero este modelo es tan explotador—tan « capitalista», en el sentido de depender de los monopolios amparados por el estado para mantener sus ganancias— como el neoliberalismo. De hecho es realmente poco más que una variante pasada por verde y taimada del neoliberalismo.
El capitalismo cognitivo, verde o progresista, es absolutamente dependiente del estado para cercar el progreso y la innovación, por vía de la ley de « propiedad intelectual », como fuente de réditos sobre la escasez artificial. Sus proponentes tienden también a ser favorables a los subsidios gubernamentales a la investigación y el desarrollo. Así que quizá no sea coincidencia el que muchos de sus prominentes voceros sean halcones de la propiedad intelectual como Bill Gates (quien denunció a los miembros del movimiento de software de código abierto como « comunistas ») y Bono (quien elogió la censura a internet del estado chino como modelo para los esfuerzos de EE.UU por acabar con la « piratería »).
La analogía de Pearlstein de los sabores de helado es más apta de lo que este imagina. Aunque el número de sabores de helado puede ser virtualmente ilimitado, todos tienen ciertas cosas en común. Todos consisten en crema o leche congelada y azucarada, con adiciones de sabores agregados.
Todas las variantes del capitalismo de Pearlstein, asimismo, tienen algunas cosas en común. En lugar de originarse en los nichos espontáneos del libre mercado, se caracterizan todos por una colusión estructural a gran escala entre el estado centralizado y la gran empresa.
Artículo original publicado por Kevin Carson el 23 de abril de 2013
Traducción del inglés por Mario Murillo