En el pasado, he contendido con la autoridad sobre fundamentos de principio y de consecuencia. Instituciones como el estado no tienen autoridad legítima sobre nosotros porque nosotros no poseemos a otras personas, y no podemos delegar una autoridad que no tenemos a una institución que la ejerza en nuestro nombre.
A un nivel meramente práctico, la autoridad conduce a la irracionalidad e ineficiencia, ya que filtra y distorsiona el flujo de información y hace que los entes decisores operen en un mundo imaginario. Tal era el caso de Gosplan en la antigua Unión Soviética, y cada cuartel general corporativo de los 500 de la revista Fortune es, para efectos prácticos, poco más que un mini Gosplan. La autoridad conduce a resultados socialmente subóptimos, pues los entes decisores pueden externalizar hacia sus subordinados las consecuencias negativas de sus decisiones y apropiarse de las consecuencias positivas para sí mismos.
Pero muchas personas no consideran convincentes tales argumentos intelectuales. No los sienten en las entrañas. Así que esta vez atacaré desde un ángulo diferente: la autoridad es mala por el modo en que nos hace sentir.
Imaginemos que vamos conduciendo y vemos en el espejo retrovisor una patrulla detrás de nosotros. ¿Nos sentimos confiados y aliviados, pensando « ¡cómo me alegra que me sirvan y me protejan! »? Lo dudo. Lo primero que pensamos es probablemente qué tan rápido podemos perderla, sea girando o dejando que siga derecho. Mientras seguimos viendo la patrulla detrás de nosotros, nuestros pensamientos se dirigen casi con certeza a si hicimos algo malo o si estamos haciendo inadvertidamente algo malo y el policía puede sacar provecho deteniéndonos. Y entre más tiempo pasa la patrulla detrás, más potente se torna esa voz de pánico en nuestra cabeza: « estoy en problemas, algo debo haber hecho mal ».
En resumen, nos vemos reducidos a sentirnos como niños « malos” de cara a una figura de autoridad adulta.
Recordemos lo que era ser un niño, con papá y mamá diciendo, « ven acá, tenemos que hablar ». O cuando nuestro maestro nos llamaba aparte para una « plática », o cuando nos citaban a la oficina del director. Se sentía como si esa figura de autoridad tras el escritorio midiera treinta metros y nos mirara cual si fuésemos poco más que larvas a través de un microscopio. Nos sentíamos como un cachorro al que acaban de agarrar haciendo pipí en la alfombra.
Probablemente nos sentimos del mismo modo como adultos, en el trabajo, cuando la jefe nos llama a la oficina. Si no se sabe de qué se trata, empezamos a devanarnos los sesos pensando en un millón de cosas que podemos haber hecho mal. ¿Estará enojada conmigo?, ¿me va a gritar? ¿? Estoy en problemas. Soy malo.
En el nivel más básico, esta es la razón por la cual la autoridad es mala. Nos reduce a los sentimientos de miedo e impotencia que experimentábamos como niños. Nos hace pensar que somos malos. Nos hace pensar que debemos haber hecho algo malo.
Esta no es una Buena manera de sentirse para nadie. Y una sociedad en donde pasamos la mayor parte de nuestras vidas bajo el control de instituciones dirigidas por figuras de autoridad que poseen el poder de hacernos sentir de ese modo, es fundamentalmente una sociedad enferma.
Si se miran las cosas desde la otra dirección, la autoridad es mala por la manera en que nos hace sentir cuando nos identificamos con ella — como si las demás personas fueran malas. Siempre que aparece una nueva noticia en línea acerca de alguien que fue molido a palos por un policía, los comentarios incluyen ineluctablemente a gente que dice cosas como « bueno, ojalá aprendan la lección. ¡Cuando un agente te dice que hagas algo, lo haces! » Una porción angustiante del discurso político estadounidense, especialmente proveniente de la derecha, entraña culpabilización al oponente por ser « blando » en esto o lo otro, promesas de « tener mano dura » en alguna otra situación, y exhortaciones para que se le « dé una lección » o « se le muestre quién es el que manda » a un montón de fuereños o disidentes—protestantes, países extranjeros desobedientes, gais, minorías raciales, mujeres, « alienígenas ilegales », etc.
Las personas que ven el mundo a través de esta lente fueron típicamente batidas (literal o figurativamente) por la autoridad hasta que identificarse con la autoridad y redirigir su ira reprimida contra los enemigos de la autoridad se vislumbraba como el único modo de escapar a este doble constreñimiento. Aprendieron a amar a Gran Hermano.
Una sociedad que engendra esta mentalidad también es una sociedad enferma.
Tratar con otros seres humanos—con todos los seres humanos— como iguales, en confianza y sin temor, es la manera correcta de vivir. Es la única forma correcta de vivir.
Artículo original publicado por Kevin Carson el 17 de marzo de 2013
Traducción del inglés por Mario Murillo