El resumen mínimo, parcial y fuertemente redactado del informe del Senado de Estados Unidos sobre el programa de tortura post-9/11 de la CIA ya es público. La recepción de ese informe por los medios tradicionales es al menos tan demostrativo de la problemática que aborda como el propio informe.
Tal como lo diría amablemente cualquier adicto en recuperación, el primer paso es admitir el problema. El gobierno de Estados Unidos y los medios de comunicación estadounidenses (y, presumiblemente, el público estadounidense que los sigue) aún se niegan tercamente a hacerlo.
Noticia tras noticia vemos referencias al “interrogatorio mejorado” y las “tácticas brutales de interrogación”. Son eufemismos baratos. No hay una admisión franca del problema, sino un intento de parlotear para eludir el problema.
No se trata de “técnicas de interrogatorio mejoradas”. Tampoco estamos hablando de “tácticas brutales de interrogación”. El tema en cuestión es la tortura.
La tortura está claramente definida en la ley de Estados Unidos (18 US Code §2340): “[U]n acto cometido por una persona que actúe bajo apariencia de legalidad destinada específicamente a infligir dolor físico o mental, o sufrimiento severo (que no sea el dolor o sufrimiento incidentalmente causado por sanciones legítimas) a otra persona dentro de su custodia o control físico”.
La tortura está claramente definida en el derecho internacional (Convención de la ONU contra la Tortura): “[T]odo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que haya cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia”.
Estas declaraciones legales de los estados son informativas, pero realmente no las necesitamos para llegar a la conclusión de que las acciones descritas en el informe – el ahogamiento simulado, la privación del sueño y la infusión forzada de sustancias en el recto de las víctimas, por nombrar tres – constituyen hechos de tortura, solo de tortura y nada más que de tortura. No existe una definición razonable de la tortura a la que no se ajusten las acciones descritas.
De esa conclusión primaria debemos sacar una inevitable conclusión secundaria: Las personas involucradas en toda la cadena de mando que desemboca en la tortura, desde los operadores encargados de su aplicación directa hasta el presidente de los Estados Unidos, son criminales violentos y peligrosos, y serían reconocidos como tales en cualquier sociedad sana independientemente de si existiesen leyes codificadas para describir sus delitos.
La pregunta, por supuesto, es qué hacer al respecto. Las sugerencias convencionales van desde “nada” a “llevar a cabo unas cuantas audiencias del Senado y tener fe en que el problema desaparecerá”, o “nombrar a un fiscal especial para que sacrifique a algunos de los criminales menos conectados para que podamos seguir adelante con nuestras vidas”.
Incluso en los círculos más radicales se sugieren cosas como poner a los EE.UU. bajo la jurisdicción de la Corte Penal Internacional y llevar la banda criminal completa a La Haya para someterla a juicio.
El segundo paso en los programas de recuperación de adicciones de 12 pasos implica el reconocimiento de un “poder superior”. El segundo paso en cualquier programa de renuncia a la tortura es el reconocimiento de que el “poder superior” por ahora existente – el Estado – es en realidad el verdadero problema.
El Estado otorga poderes extremos a sus agentes, en especial sobre los presos y detenidos. Ese poder corrompe, habilitando a esos agentes para abusar y torturar, tal como lo observaron varios psicólogos sociales en el experimento de la prisión de Stanford.
La estructura del Estado también protege a sus agentes de la rendición de cuentas, envolviendo las discusiones sobre la violencia estatal con eufemismos, y transformando el debate de la tortura como delito en uno sobre la tortura como política. Por otra parte, el monopolio estatal sobre la ley otorga el poder de enjuiciamiento y sentencia al propio Estado. Los torturadores saben que es poco probable que se les someta a la justicia.
Si toleramos el Estado, toleramos la tortura. Y ya hace tiempo que es hora de que dejemos de tolerar a ambos.
Artículo original publicado por Thomas L. Knapp el 10 de diciembre de 2014.
Traducido del inglés por Carlos Clemente.